
Caminando a treinta grados por el paseo de la playa de La Barceloneta, la gente que pasa por mi lado me dedica una mirada. No es una mirada constante ni de desprecio, es una mirada rápida y de reojo por mi atuendo. Llevo un burkini que lo único de mi cuerpo que deja al descubierto son mis ojos, mi nariz y mi boca. Lo imprescindible para observar, respirar y hablar. Observar cómo entre toples, tangas, boxers y slips mi burkini es el protagonista de la playa. “Mira, el famoso burkini”, susurra una señora rubia de unos 40 años a su amiga, dándole un codazo. Mi supuesto marido, otro reportero de interviú, vestido con un bañador convencional, recibe también miradas y comentarios indiscretos. Mientras yo estoy dándome un baño, él escucha cómo una señora dentro del agua vocifera sin ningún tipo de reparo a una amiga para que se fije en mi atuendo. Toda la gente a su alrededor, en la arena, habla del bañador islámico que llevo puesto. “Pues no es nada barato. Hay musulmanas que lo llevan hasta con diamantes˝, comenta un cincuentón a su pareja.Dentro del agua, un niño de unos seis años juega a mi lado sin importarle que haya una mujer con un traje de baño diferente al resto. Sin embargo, su padre sí se ha dado cuenta y no tarda en reaccionar: “Pedrito, no juegues por ahí. Ven aquí, anda”, le grita mientras le hace señas a su hijo para que se aparte de mi lado.Un minuto después de meterme en el mar con mi burkini, los bañistas se alejan varios metros de mí. La sensación de ir a una de las playas más ocupadas de España con una prenda musulmana, es que al final siempre me quedo sola. Ni en el agua, ni luego en la arena los vendedores ambulantes se acercan para ofrecernos mojitos, refrescos, masajes o pareos.
como una cebollaLa escena del burkini en La Barceloneta se repite a 20 kilómetros, en Castelldefels, un lugar más familiar. Dolores, una señora de más de 60 años que sale del agua con una bandera de España y el toro de Osborne rodeando su cintura en forma de pareo, me ve, se para y me dedica unas palabras de manera cariñosa: “A las mujeres españolas nos ha costado mucho ser libres para que vosotras no podáis enseñar vuestro cuerpo por culpa de vuestros maridos”, me explica, mientras recuerda: “Si yo quiero ponerme un bikini en vuestro país, no puedo, y si lo hago, me apedrean. Hay que adaptarse a las costumbres de cada lugar”.La suegra de Dolores también participa en el debate, pero de una forma más especial. Es una mujer invidente, con un 70 por ciento de ceguera: “He escuchado muchas cosas sobre este tema, pero no me imagino como es en realidad la prenda”, me cuenta mientras se acerca, y me pide poder tocarlo. “No es como pensaba, es muy parecido al tejido de un bikini”, asegura. Mientras me refresco en el mar de Castelldefels, una familia me observa y comenta desde la orilla de una forma brusca: “¡Si se quieren bañar así, que se vayan a su país!”. Al salir del agua, mi marido me acompaña a las duchas. Cuando pasamos al lado de una mujer que se encuentra sola, tumbada sobre su toalla, exclama: “¡Menudo hijo de puta eres!”, mientras le da una calada a su cigarro y mira con desprecio a mi acompañante.