Hay individuos que parecen haber salido del vientre materno vestidos con traje y corbata y que, tras secarse el pringue con una toalla y colocarse una flor en el ojal, han abandonado por su propio pie la sala de partos, han salido a la calle y han parado un taxi que les condujera al consejo de administración de alguna empresa de postín. Miguel Blesa y Rodrigo Rato forman parte de ese colectivo imposible: nadie es capaz de imaginarlos en un escenario que no sea el que ocupan habitualmente: el de las grandes finanzas, el de esos masters of the universe de los que hablaba Tom Wolfe en La hoguera de las vanidades, el de ese mundo inalcanzable e ignoto para el común de los mortales por el que ellos se mueven como el proverbial pez en el agua… Y del que a veces se caen con todo el equipo por pasarse de listos o por considerar una transacción de lo más normal entre los de su casta lo que en el mundo real tiende a verse como algo muy parecido a un delito. En el caso de Blesa, la justicia española muestra cierto interés por los peculiares créditos concedidos desde Caja Madrid a Viajes Marsans y la no menos peculiar compra de un banco en Florida que podría haberle proporcionado al hombre pingües e irregulares beneficios; en el caso de Rato, sus actividades en Caja Madrid –donde sustituyó a Blesa como presidente– y en Bankia parecen prestarse también a ciertas interpretaciones de lo menos favorables.
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