
La policía me llevó a la comisaría de Sol, en Pontejos, y me estuvieron cocinando durante cuatro horas.
Les conté que Txatxa me había llamado angustiada a las seis de la tarde, una hora antes de irme yo a la exposición (eso fue fácil de comprobar), y el de la voz seria, que resultó ser un oficial canoso, después de tratarme con los malos modos habituales, concluyó que mi relato era coherente.
Maldijo a los investigadores privados, que no hacían más que obstaculizar diligencias. Añadió que me tendría controlado, que tuviera ojo con quién me trataba y que cuidara de que no volviera a aparecer mi número de teléfono en manos de otro cadáver.
Cuando se calmó, me explicó que podía ver el muerto.
Los familiares de Porno Txatxa eran vecinos de Tordesillas. No habían querido saber nada del hijo pródigo desde que este abandonó los campos de labranza para venirse a Madrid a vivir la vida loca. Eso antes de la crisis, claro.
Como no querían venir y yo estaba ahí, mi testimonio era tan válido como cualquiera.
Tuve, pues, que acompañar a una feliz pareja (hetero) de maderos hasta el Instituto Anatómico Forense.
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