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El Nobel me la pela

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POR MOTIVOS que solo a él se le alcanzan, Bob Dylan pasa más de la mitad del año fuera de casa, actuando por todo el mundo y durmiendo cada noche en una cama desconocida, con lo bien que se está en el sofá del propio domicilio viendo la tele en pantuflas, sobre todo cuando ya has cumplido 75 años y no pareces experimentar el más mínimo placer en el contacto con tu público, al que jamás diriges la palabra. Los motivos de Dylan para pasarse media vida de gira son enigmáticos. No es como con los Stones, que es evidente que se aburren como setas en sus mansiones y prefieren poner en práctica constantemente la célebre frase del guionista Rafael Azcona: “Como fuera de casa, en ninguna parte”. No, con Dylan –que es, en sí mismo, un gran enigma– no hay manera de entender qué es lo que le lleva a la carretera, a esa gira interminable en que consiste su vida desde hace ya muchos años.

HACE LUSTROS que Dylan visita ciudades de las que solo ve el aeropuerto, el hotel y la sala de conciertos. Además de ignorar al público, si le pones un telonero, verás que tampoco le dirige la palabra. Incluso ha dado órdenes estrictas al organizador para que no se le acerque nadie. ¿Disfruta, tal vez, en el escenario? No tengo esa impresión. Más bien parece que la banda lo traslada de bolo en bolo metido en un ataúd del que lo sacan para el concierto de turno, plantándolo ante el micrófono después de enjaretarle la guitarra, la armónica y el sombrero. Como el hombre debe de estar hasta las narices de llevar cuarenta años interpretando sus grandes éxitos, somete a estos a unas distorsiones músico-vocales que los hacen prácticamente irreconocibles para sus fans. Estos, al cabo de diez minutos escuchando lo que creen que es un tema nuevo de su ídolo, descubren con estupor que les está endilgando The times they are a-changin’ o Tangled up in blue. 

YO CREO que esta es la manera que ha encontrado el bardo de Minnesota para rizar el rizo de su propia manera de componer, pues esta, como él mismo ha reconocido, consiste en pasarse varias semanas canturreando un viejo blues ajeno, cambiando mentalmente un acorde por aquí y una frase por allá, hasta fabricar una canción nueva, o que por lo menos lo parece. Aplicar semejante tratamiento a la propia obra ya se me antoja magistral.

Y ES que Dylan es un tipo genial que siempre ha hecho lo que le salía del níspero sin que el público lo abandonara jamás. En principio, el éxito no parecía muy verosímil, especialmente en los países no anglohablantes. Los primeros discos de nuestro hombre son, por usar un eufemismo, austeros a más no poder. La orquestación, mínima. La voz, gangosa. Las letras, sugerentes, sí, ¿pero quién sabía inglés en la España de los sesenta? Lo que ocurrió fue que sus incomprensibles letanías y salmodias –un poco como en el caso de Leonard Cohen– fascinaron a mucha gente que no las entendía, pero las intuía.

CUANDO SE electrificó, para desesperación de Pete Seeger y otros fundamentalistas del folk, amplió aún más su base de fans y se insertó definitivamente en el rock and roll. Aprovechando, de paso, para renegar de ese papel de voz de su generación que le habían endilgado, que él no había pedido y que podía ser hasta peligroso para su salud, pues tenía muy presentes los recientes asesinatos de los hermanos Kennedy y del reverendo Martin Luther King. Al cambiar la guitarra acústica por la eléctrica, Dylan adoptó su identidad definitiva: la del músico que hace siempre lo que le parece oportuno –tanto si el público le sigue como si no– y el artista que solo se representa a sí mismo.

YO DIRÍA que solo una de sus mutaciones estuvo a punto de costarle cara. Me refiero a la etapa –no demasiado larga– en la que se convirtió al cristianismo, publicó el soporífero álbum Slow ­train coming y se pasaba el día soltando unos sermones inaguantables a los sufridos asistentes a sus conciertos. Afortunadamente, la manía religiosa se le pasó pronto, y aunque acabó tocando para el papa Juan Pablo II, cabe decir en su descargo que lo hizo cobrando.

A SUS 75 tacos, nadie sabe muy bien quién es realmente Bob Dylan ni qué piensa. Da igual que se hayan escrito biografías sobre él, que él mismo haya publicado un libro sobre sí mismo, que se le haya entrevistado en centenares de publicaciones de todo el mundo… A mí me gusta mucho, pero no sé qué pretende ni me importa. Por eso, cuando veo que le dan el premio Nobel de Literatura y no se molesta ni en dar las gracias a la Academia Sueca, la cosa no me sorprende. Como español, además, aún recuerdo el año que le concedimos el premio Príncipe de Asturias y en Oviedo todavía están esperando que se presente a recogerlo o que envíe un telegrama de agradecimiento. Es como si todo se la pelara hasta unos extremos inverosímiles. Pero, en ese caso, ¿por qué sigue grabando discos? ¿Por qué sigue viviendo en una extenuante gira permanente? Es evidente que no lo hace ni por dinero ni por diversión, pues está forrado y actúa con el piloto automático puesto, yo diría que sin saber en qué ciudad o en qué país se encuentra, cual operario del rock que viene cada día al taller sin saber a qué viene, como el personaje de la zarzuela.  

Y SIN EMBARGO, aún consigue que sigamos comprando sus discos y acudiendo a los coliseos en los que actúa. Convertido en su propia figura de cera de Madame Tussaud, nuestro hombre se mueve por extraños caprichos que no siempre acabamos de entender. ¿Qué decir de sus dos últimos discos, en los que versiona canciones que hizo célebres Frank Sinatra, un tipo con el que, en principio, nunca ha tenido nada que ver? En teoría, la cosa suena a un intento de escupir en la tumba del Viejo Ozos Azules, pues la voz de cascajo de Dylan cada vez tiene menos potencia y los arreglos de estar por casa –da la impresión de que ambos discos han sido grabados en una cocina doméstica– nada tienen que ver con las suntuosas orquestaciones que acompañaban a Sinatra. Pero en la práctica, todo funciona, aunque no sepamos muy bien cómo, y nos llega al alma ese señor mayor que canta canciones que ya eran viejas cuando él era joven.

ANTE PRODIGIOS como este, ¿qué más nos da que se haga el sueco con la Academia sueca? Yo creo que queremos a Dylan porque ni le entendemos ni falta que nos hace.

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