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Un papa para un ‘reset’

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No hace muchos días, las calles de Roma –incluidas algunas de las más cercanas al Vaticano– aparecieron empapeladas de carteles en los que se ponía de vuelta y media al papa Francisco, al que se le decía: “Has intervenido congregaciones, retirado sacerdotes, decapitado a la Orden de Malta y a los franciscanos de la Inmaculada, ignorado a cardenales… ¿Pero dónde está tu misericordia?”.

Asociaciones de cristianos de base salieron en defensa del pontífice, acusando a los responsables de los pasquines de formar parte de la extrema derecha vaticana, de natural renuente a los cambios y a las operaciones de limpieza moral en sus instalaciones. Para mí, lo más chocante era la queja de la Orden de Malta, creada en el año 1099, durante la Primera Cruzada, pues pensaba que era una de esas asociaciones de carácter decorativo que son muy útiles para escritores como Dan Brown y poca cosa más, pero que si la toman con el Papa por el cese de sus principales mandamases, igual son algo mucho más vivo y preocupante. Quedo a la espera de que se manifiesten los templarios y, con un poco de suerte, algún representante de los Illuminati, si es que esa pandilla sigue en activo en la vida real y no es un recurso más del autor de El código Da Vinci, claro está.

El episodio de los carteles insultantes ha pasado bastante desapercibido entre nosotros, y no es de extrañar. Por regla general, ateos y agnósticos tenemos la tendencia a pasar como de la peste de cualquier asunto relacionado con las intrigas del Vaticano, las corruptelas de la curia –a no ser que alguien dé el cante, como el inefable Tarcisio Bertone con su superático financiado con fondos de un hospital infantil– y cualquier cosa que afecte a una institución de la que no nos fiamos ni un pelo. Tenemos la impresión –y tampoco andamos tan desencaminados– de que la relación entre la Biblia y la iglesia organizada es muy similar a la que se establece entre los textos de Marx y Engels y el comunismo real; o sea, que cualquier parecido es pura coincidencia. El cristianismo y el comunismo se nos antojan dos ideas excelentes que se pudrieron por el camino de su aplicación y acabaron por no cumplir la mayoría de sus expectativas, si es que llegaron a cumplir alguna. A efectos prácticos, pocas diferencias encontramos entre el Vaticano y el Sóviet Supremo de turno: en ambas instituciones se habla de cuidar de los pobres, pero en ambas se pasa del menesteroso como de la mierda y se dedica lo mejor del tiempo a mejorar las condiciones de vida de los que están en la pomada.

De todos modos, cualquier ateo u agnóstico con una cierta propensión por la trascendencia acaba dirigiendo su mirada al Vaticano en un momento u otro de su vida, pues en el fondo de nuestro descreído corazón todavía creemos que algún día llegará a Sumo Pontífice alguien cargado de buenas intenciones que se atreva a intentar poner un poco de orden en un sitio que aparenta estar podrido hasta la médula. La cosa no es sencilla, pues el poder del papa, pese a lo que se nos diga, es tan relativo como el del presidente de los Estados Unidos. Pensemos en el pobre Barack Obama. Tenía buena intención e hizo lo que pudo, pero los poderes fácticos de su país le hicieron la vida imposible desde el minuto uno y no han parado hasta conseguir reemplazarle por el animal de Donald Trump. Que te den un papel con los códigos nucleares no significa que seas el hombre más poderoso de la Tierra, y que te sienten en el trono de Pedro tampoco te convierte en el baranda en jefe de la religión organizada.

El agnóstico trascendente se llevó una pequeña alegría cuando empezó a ver cómo se movía y actuaba el papa Francisco, nacido Jorge Mario Bergoglio en Buenos Aires y en el año del Señor de 1936. Acostumbrado a las habituales promesas de la curia de que el recién llegado va a proceder a unos cambios fundamentales que luego, por regla general, no se ven por ninguna parte, esa alegría se veía tamizada por la acreditada creencia de que alguien que llega a papa prometiendo cambios acostumbra a ser un farsante convenientemente bendecido y aupado por lo peor de su gremio. Y sin embargo, ese hombre que rendía homenaje a la pobreza desde su nombre de guerra –tomado del conocido como poverello d’Assisi– nos sorprendió agradablemente al mostrarse como un tipo sencillo y de natural campechano que reconocía que en el Vaticano había mucho trabajo que hacer y que había llegado la hora de arremangarse. Enseguida empezó a repartir (educada) estopa entre los que habían llegado a cardenal para vivir como Dios, se mostró comprensivo con los homosexuales y otros colectivos tradicionalmente puteados, adoptó la actitud humilde del santo al que le había tomado prestado el nombre y se puso, de manera callada y discreta, a limpiar un poco el Vaticano, donde la roña moral acumulada a lo largo de los siglos debía de ser de tal envergadura que el provecto antecesor de nuestro hombre no se vio con fuerzas para afrontarla y le pasó el muerto al cura argentino, que también tenía una edad.

Como sóviet supremo del catolicismo, el Vaticano genera sin parar auténticas historias para no dormir. Aún nos acordamos de la Logia P2, del banquero aquel que apareció colgado en un puente del Támesis y del peculiar control de las finanzas del cardenal Marcinkus. Nos consta la existencia de diferentes grupos de presión dentro de la curia, y hasta hemos leído reportajes sobre las entretenidas actividades recreativas del poderoso lobby homosexual, sobre cuyo poder interno a nivel organizativo existen todo tipo de referencias de lo más instructivas e iluminadoras. 

El aura siniestra que rodea al Vaticano convierte el cargo de papa en un oficio de riesgo, como sabrá todo el que recuerde la extraña muerte de Juan Pablo I, sobre la que se echó tierra rápidamente, procediéndose a continuación a una especie de santificación inmediata de su sucesor, Karol Wojtyla, convertido ipso facto en santo súbito y sujeto infalible a más no poder (aunque no dio un palo al agua con la pedofilia y su obsesión anticomunista le llevó prácticamente a convertirse en el amigo favorito de Ronald Reagan). Ante tanto asunto escasamente católico como parece acumularse en el Vaticano, ¿qué puede hacer un señor de Buenos Aires, fan de San Francisco y fororo del San Lorenzo de Almagro, como Viggo Mortensen? Pues me temo que poco, pero el agnóstico trascendente que habita en mí agradece su presencia en el Vaticano. Pueden llamarme ingenuo, que no me enfadaré. | Sigue leyendo.


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