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Channel: Revista Interviu
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Sin final feliz

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NO HAY condena peor que una tía mandándote. Ni mayor castigo para alguien resolutivo como yo que una mujer de entrecejo fruncido decida qué te conviene. Desde el primer día en que cuestionó mi trabajo supe que íbamos a acabar como el rosario de la aurora. 

Vaya por delante que no tengo nada en contra de las mujeres, y menos de las que tratan de ganarse el pan con el sudor de su frente –los tiempos en que vivían a cuerpo de rey a costa de un maromo pasaron a mejor vida–, pero es de dominio público que una mujer jamás llegará a la excelencia del hombre, por eso prefiero que se queden detrás de un ordenador y hagan el mínimo ruido posible. Esto que parece natural no lo entienden todas y les da por meterse en camisas de once varas, de las que salen escaldadas la mayoría de las veces o jodiéndonos al personal masculino las otras. Sí, admito que en mi verborrea soy propenso al refranero; herencia de haber sido criado en un matriarcado donde andaban a diario con el chucuchucu, y claro, de tanto escucharlas, algo se pega. 

Si mi jefa –ex, exjefa– hubiera sido más leída, habría sabido que “a quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Sin embargo, en lugar de apoyarse en mí, que me desenvuelvo como un magnífico comercial, un tipo con don de gentes y capacidad de persuasión, delegó en un grupito de churris que le hacían el trabajo sucio y las cuentas limpias. Las mías siempre fueron “opacas”, alegó ella la mañana en que puso entre mis manos el finiquito como quien se deshace de una boñiga.

–¿Qué coño significa opacas? –solté yo.

–Que no cuadran. Te lo llevo advirtiendo mucho tiempo. Aparte de que tus clientes sostienen quejas reiteradas sobre tu comportamiento.

–Son unos moñas. ¡Cámbiame de clientes, no te joroba!

–Cada comercial atiende su portafolio de clientes. Tú eres quien sale a buscarlos y el saldo de los últimos meses es paupérrimo.

–¿Pau qué?

No empezó a caerme mal por parecer letrada al exhibir sus másteres en las paredes del despacho, ni porque los de arriba respaldaran sus decisiones, ni porque me sintiera ninguneado frente a mis compañeras, sino porque la tía nunca entraba al trapo cada vez que me pegaba a ella en el ascensor. Si me caía como el culo, es porque estaba buenísima, lo que en una jefa resulta imperdonable. ¿Qué culpa tengo de ponerme farruco cuando la veía de espaldas, con ese trasero que ni la Kardashian?

La misma tarde en que me echó ideé mi plan. Acudí a un locutorio del centro atestado de inmigrantes y tras navegar un rato encontré la web perfecta. A continuación colgué su número de teléfono junto a una foto suya de espaldas y la frase “Veinte euros y un final feliz”. Después apagué mi teléfono. Cierto que el tipo del locutorio, con pinta de sirio de los malos, me aseguró que seguir la pista de los servidores sería imposible, mas por si las moscas… 

Hasta hoy, en que unos señores que parecían machacas de discoteca han llegado a mi casa, han confiscado mi móvil y el ordenador, y me han llevado esposado a la comisaría. Lo triste es que cuando me han revelado que podría llamar a alguien de confianza, no tenía a quién. Ya no quedan hombres que piensen como yo. Así nos va. | Sigue leyendo.


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