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Días de desaliento y de pereza

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Lunes. Tropiezo, al salir del metro, con un conocido al que hace tiempo que no veo. Nos detenemos a hablar y me cuenta que hace tres meses sufrió un infarto. Le solicito por cortesía los detalles y dice que se despertó a media noche con malestar estomacal, como si se le hubiera cortado la digestión de la cena, que había sido más copiosa de lo habitual. Dice que anduvo vagando por la casa con cuidado de no despertar a su mujer ni a sus hijos y que estuvo viendo, por entretenerse, un canal de teletienda. Le dolía el cuello también y tenía acorchadas las yemas de los dedos de la mano izquierda. Pensó en la posibilidad de un infarto, pero decidió que eran gases mezclados con angustia, pues atravesaba por una época de problemas personales. Dice que se quedó dormido en el sofá y que se despertó con más ánimos al amanecer. Dice que se tomó un café y un antiácido, que se duchó, se vistió y se marchó al trabajo. Dice que, ya en el coche, empezó a dolerle el hombro, un dolor intensísimo, asegura, como si le clavaran un puñal. Dice que pese a todo conservó la serenidad y que se dirigió al hospital más cercano frenando a las puertas mismas de las urgencias. Dice que allí perdió el sentido y que se despertó en la cama, donde un médico le contó lo ocurrido.

Yo le escucho fascinado por el ritmo del relato, que me parece excelente, y por los detalles que aporta, pues vivió los últimos minutos antes del desmayo a cámara lenta. Se me ocurre un programa de televisión que consistiera en entrevistar a gente que ha sufrido un infarto.

Martes. Sugestionado aún por la historia de ayer, mi cuerpo reproduce, a pequeña escala, todos los síntomas de un infarto. Pero no digo nada ni voy a urgencias porque sé que es un corte de digestión, quizá mezclado con un ataque de angustia. Después de comer, me tomo un antiácido y duermo un rato en el sofá. Al despertarme me encuentro mejor, más animado, y acometo la lectura de las pruebas de un libro que publicaré en mayo. Finalmente solo soy capaz de leer las dos primeras páginas porque me atacan todo el rato dudas sintácticas absurdas que resultan paralizantes.

Miércoles. Devuelvo a la editorial las pruebas de mi libro sin haberlas leído con una nota en las que les aseguro que me fío de su criterio. Al regresar de la oficina de Correos, me arrepiento y vuelvo para recuperar el paquete, que acaba de salir hacia su destino en una furgoneta.

–Es que tenía que añadir una nota –le digo a la funcionaria, que evidentemente, por su expresión, no me cree.

–Pues no podrá ser –concluye–. Telefonee usted al destinatario.

Como no tengo ganas de volver a casa, me tomo un café en el bar de la esquina, donde mantengo una conversación insustancial con un vecino. Horas de inquietud y desasosiego.

Jueves. Días de frío y lluvia. Días oscuros. Días de desaliento y de pereza. Me siento frente al ordenador y en vez de escribir navego por la superficie de internet deteniéndome en lugares absurdos. En una página de salud hay una chica que dice que la paella le sienta mal, pero que el arroz chino y el del sushi le sientan bien. Dice que es un problema porque su suegra hace los domingos una paella que toda la familia alaba y que a ella le produce ardor de estómago. La mayoría de los comunicantes coinciden en que lo que le hace daño es el almidón. Por eso le caen bien los arroces lavados. 

Viernes. Hablamos en la radio de la deeep web, o la web oscura, de la que no tenía noticias. Por lo visto, debajo de la capa superficial, donde la gente cuenta que le sienta mal el arroz de la paella, hay un mundo peligrosísimo al que se accede a través de buscadores especiales. En esa web oscura se trafica con órganos, se contratan sicarios, se venden y se compran pasaportes falsos o tarjetas de crédito clonadas. Siento que hablamos de mi subconsciente, pero no me atrevo a decirlo.

Al abandonar la emisora suena el móvil. Es mi editora, dice que ha recibido las pruebas de mi libro sin corregir y que me las ha devuelto para que haga mi trabajo. Le digo que me da pereza y dice que me aguante.

–No haber escrito el libro –concluye antes de colgar. | Sigue leyendo. 


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