Quantcast
Channel: Revista Interviu
Viewing all articles
Browse latest Browse all 4309

El real metepatas

$
0
0

Cercano a cumplir los 96 años, Felipe de Edimburgo ha sorprendido al mundo anunciando que se jubila. Y el mundo se ha quedado pasmado, pues la jubilación consiste en dejar de trabajar y nadie sabe muy bien en qué ha consistido el trabajo de este buen hombre desde que se casó, en 1947, con la incombustible reina Isabel de Inglaterra, que, a diferencia de él, sigue hecha un potro a los 91 añitos y no contempla la posibilidad de abdicar, no fuese a darle una alegría a su primogénito, Carlos, que ha superado la edad de la jubilación para los comunes sin poder ocupar el trono porque la vieja no revienta ni a tiros.
Las únicas actividades conocidas de Felipe de Edimburgo (Corfú, Grecia, 1921) son sus meteduras de pata –que algunos consideran más bien pruebas de una mala uva sensacional– y su tendencia a ponerle los cuernos a la parienta con lo que tenía más a mano. Eso sí, lo poco que ha hecho, lo ha hecho siempre con una arrogancia espectacular, modo habitual de comportarse entre las testas coronadas hasta hace prácticamente cuatro días. Puede que las cosas hayan cambiado últimamente –recordemos el rostro compungido de nuestro rey emérito cuando fue pillado de safari con su novia germánica y dijo aquello tan sentido de “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”: no mucho después, abdicó–, pero Philip Mountbatten
–nombre que adoptó nuestro hombre en Inglaterra, adonde llegó a los siete años tras la primera interrupción del orden monárquico en Grecia– es un consorte a la antigua, de los que creen que su posición se lo permite todo. Que sus descendientes se presten a todas las componendas necesarias para mantener el chollo, que él nunca ha estado dispuesto a hacerlo, ya que es de una época en la que la monarquía no se consideraba un anacronismo cuya conservación requiere de los interesados un perfil bajo y cierta habilidad para pasar desapercibidos, no sea que el populacho se pregunte para qué sirven y los sustituya por un régimen republicano.
Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, en la que Felipe participó y, reconozcámoslo, no tuvo una mala hoja de servicios, no se sabe muy bien a qué se ha dedicado, salvo las dos actividades ya citadas: fornicar y meter la gamba. Recién casado, el hombre intentó cambiar el apellido Windsor por el de Mountbatten, que era el que se había inventado para él su suegro, Jorge VI, un neologismo derivado del alemán original, y se pilló un rebote tremendo al no conseguirlo, llegando a declarar que el hecho de que sus hijos no llevaran su apellido le hacía sentirse, literalmente, como una ameba. Luego se le pasó, y como premio recibió cantidad de condecoraciones y honores, entre los cuales me permito destacar su pertenencia a la Nobilísima Orden de la Jarretera y la Antiquísima y Nobilísima Orden del Cardo (contra lo que pueda parecer, sin relación alguna con la legendaria fealdad de los Windsor, cuyos genes se impusieron a los de Diana Spencer y han acabado produciendo a esos dos principitos, Jorgito y Carlotita, que son más feos que picio, los pobres, como podrá comprobar con regularidad el lector de ¡Hola!: nada que ver con nuestros borbones, que con el paso del tiempo se deterioran, pero de pequeños son unos querubines, como las princesitas Leonor y Sofía pueden atestiguar).
Una vez superado el trauma de que sus hijos se apellidaran Windsor, nuestro hombre se puso a hacer de consorte, que es una ocupación imprecisa y un pelín humillante que te obliga a caminar siempre dos pasos por detrás de la parienta y hacer lo que esta –o el primer ministro de turno– te diga. A nuestro Felipe le cayó mucha actividad internacional, lo que le permitió lucir su peculiar sentido del humor en un montón de países. Brillaba con luz propia en las antiguas colonias británicas, siempre dispuesto a alabar el taparrabos de algún jefe tribal o a inquirir por las costumbres del lugar, si todavía practicaban el canibalismo o si se habían pasado a una dieta más sana y cosas así. Pero en Inglaterra tampoco bajaba la guardia: que se lo pregunten a aquel soldado que había perdido las dos piernas en Afganistán y al que Felipe preguntó si no prefería que le pusieran unas ruedas en vez de las preceptivas prótesis.
Su bestia negra ha sido siempre la prensa, a la que solía referirse con el simpático apelativo de “esa pandilla de buitres”. Durante una visita a Gibraltar, llegó a preguntar quiénes eran los periodistas y quiénes los monos, pues se sentía incapaz de distinguir a unos de otros. Y así sucesivamente, que casi siete décadas ejerciendo de consorte dan para mucho.
Según ha escrito algún biógrafo de los Windsor, el tono despectivo y altanero del príncipe de Edimburgo también lo conservaba en el hogar: el príncipe Carlos ha llegado a decir que era un padre escasamente cariñoso, lo cual, añadido a la evidencia de que su madre parecía haberse tragado permanentemente un paraguas, hizo que su infancia fuese un espanto: en el colegio se le reían a causa de sus portentosas orejas, y en casa lo trataban a patadas y escaseaban los mimitos. Si a ello le añadimos que no va a llegar a rey jamás, tendremos en el pobre Carlos el personaje más atormentado de esta siniestra familia. Realmente, hay que estar muy necesitado de afecto para recurrir a una señora como Camilla Parker-Bowles.
De todos modos, este extremo nunca preocupó a su egregio padre, que era un profesional del adulterio y además consideraba a Lady Di una pobre tonta que no sabía dónde se había metido y que solo servía para crear problemas. Cuando el padre de Dodi Al Fayed se volvió tarumba y empezó a ver conspiraciones en la desaparición de su hijo y de Lady Di, Felipe de Edimburgo se convirtió en su principal sospechoso. Evidentemente, no se pudo probar nada, pero era un secreto a voces que la pesada de Diana –hace falta ser ingenuo para creer que los príncipes herederos se casan por amor– no gozaba de las simpatías de la reina y su marido.
Pero desapareció la intrusa y Felipe de Edimburgo siguió en su sitio, haciendo el faldero y diciendo chorradas por las que el Gobierno británico debía pedir disculpas a continuación. Y así ha llegado a los 95 años, cuando reconoce que la memoria no le funciona tan bien como antes y que tal vez ha llegado la hora de ponerse el kilt e instalarse en Balmoral a perpetuidad. No sé si la suya ha sido una vida plena o una monumental pérdida de tiempo y dinero, pero con él y con su santa esposa acabará definitivamente una versión de la monarquía que ya no se sostiene en los tiempos que corren. | Sigue leyendo.


Viewing all articles
Browse latest Browse all 4309

Trending Articles