
Todavía no salgo de mi asombro. Al parecer el planeta real se ha paralizado porque al virtual le ha entrado una dolencia repentina, y el mundo es presa del pánico.
“Un suceso como ese carece de lógica interna”, valora mi chica cuando oye la noticia en el tele. “¿De qué hablas?”, pregunto. “Un ciberataque a escala mundial”. Mi rubia pronuncia su aclaración con tonillo de locutora avezada y yo le como la boca, muerto de amor. “Ay, quita, que no me entero”. Su desaire me deja más caliente que el cenicero de un bingo, y encima condenado a reflexionar sobre la “lógica interna” de las cosas. Me da que es importante entenderla cuando, aun cumpliendo la norma establecida, algo interrumpe su funcionamiento. Normal, si la lógica interna se escacharra, no rula ni Dios.
–¿Tú crees que internet tiene lógica interna? –insisto a mi rubia.
–¡¡Han pedido un rescate a Telefónica!! –apunta ella, a lo suyo.
–¿A quién han raptado?
–A nadie, cenutrio. Se han apoderado del sistema operativo.
Después de meditar sobre la lógica interna, lo siguiente pasa por analizar el concepto de sistema operativo. No obstante, eso de que pidan rescate a la compañía de mi móvil me impacta sobremanera.
–¿No nos vendrá una factura de la leche luego? Estos y los de la luz provienen de la misma calaña.
–¡Calla, que no me dejas oír! Es un virus que detecta el algoritmo de los sistemas y los inutiliza.
Convendrán conmigo que tras “lógica interna” y “sistema operativo”, el algoritmo se merece una buena pensada. Me pongo a ello mientras miro de reojo a mi chica, concentrada en el informativo, y para mi desgracia ahora solo me apetece estimularle el algoritmo que guarda debajo de su short vaquero, pero ella me sacude un manotazo mientras anuncia que son 150 los países afectados. “¿No estás aterrado?”, cuestiona con ojos como platos. “Mejor no te digo cómo estoy”. Entonces me viene a la cabeza la idea esa del internet oculto, la deep web, porque los seres humanos también tenemos una red oscura en la que, si los demás se asomaran, nos descubrirían la burda esencia de lo que somos y se llevarían un puñado de amargas sorpresas. “Los hackers piden bitcoins”, dice ella, que repite como un papagayo lo que oye en la tele. “Pues que les den dinero del Monopoly, a ver si cuela”. Y me quedo tan ancho. “El virus encripta la información del disco duro”, añade mientras teclea sus dedos en el espacio virtual del salón de nuestra casa. “No te cuento cómo tengo el mío de duro”, y mi comentario se gana un guantazo. “Fíjate, la gente no ha podido trabajar y les han mandado a su casa –concluye compungida–. ¿Te imaginas lo que podría desencadenar el terrorismo cibernético si afectara a… hospitales o a ministerios?”. Me froto las manos y suelto “Guay, al de Hacienda. Así nos ahorramos la declaración”.
Creo que esto último le ha enfadado, porque se ha levantado frunciendo el morro y ha anunciado que iba a hacerse la cera y no la molestara. Mi rubia se solivianta por asuntos nimios. En cambio a mí, sí me da un ciberataque cada vez que leo en Twitter cosas como “hacercate a la reunion, haber si kuando bengas lo celebramos. biba la enerjia positiva”. Porque yo seré un cachondo, pero ilustrado. | Sigue leyendo.