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El coleccionista de bodegones

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Una de las principales señas de identidad del corrupto español consiste en que, cuando se le llama a dar explicaciones de sus turbios asuntos, adopte una actitud displicente en los juzgados o en el parlamento. Jordi Pujol se plantó en la cámara catalana y repartió chorreos a diestra y siniestra, mientras su esposa, la madre superiora de una peculiar congregación criminal, aseguraba que sus hijos no tenían ni cinco e iban por el mundo con una mano delante y otra detrás. El tono de ambos era de infinito fastidio, propio de quien considera que se le está haciendo perder el tiempo, pero no constituía un hecho diferencial catalán: todos los implicados en el caso Gürtel se comportan de la misma manera. Lo hemos podido volver a comprobar no hace mucho con la performance de Rosendo Naseiro, tesorero del PP a partir de 1987 y procesado en 1990 por financiación ilegal, soborno y compra de votos, aunque se salió de rositas por la anulación de unas grabaciones que lo comprometían; es decir, que se quitó el marrón de encima por un legalismo.

La ley lo había dejado en paz hasta hace unos días, cuando, a instancias de su antiguo protegido, Luis Bárcenas –en cuyas manos dejó el partido cuando se retiró de la política–, fue llamado a declarar por cuestiones relativas a la Gürtel, chanchullo del que, evidentemente, no sabía nada de nada. A diferencia de Bárcenas, el hombre apareció en zapatillas y mangas de camisa, adoptando la actitud desenfada del jubilado que no entiende para qué le molestan por algo de lo que no sabe nada ni quiere saber nada. Si Bárcenas luce aspecto de mafioso neoyorquino, Naseiro es de corte más bien siciliano, de esos que se comunican con pizzini de papel cuando los entrullan. La actitud de ambos es similar: desprecio hacia quienes les interrogan, aspavientos de indignación ante la perspectiva de que haya gente capaz de poner en duda su honorabilidad, reproches velados con respecto a que se les está haciendo perder el tiempo y alguna que otra grosería dirigida al entrevistador de turno. Si Bárcenas adopta un tono a lo Arturo Fernández, Naseiro está más cerca de Paco Martínez Soria o de su difunto paisano Xan Das Bolas. Una oportuna –y selectiva– sordera le ayuda, además, a no darse por aludido cuando el tema le molesta o a responder lo que le da la gana. Si intentan ponerlo en su sitio, el señor Naseiro adopta modos de patriarca rural y es capaz de decirle a Toni Cantó, que pone en duda su falta de audición, que ya verá cuando tenga su edad, mientras que a Joan Tardà le suelta que no vivirá demasiado con lo gordo que está. Estas groserías, claro está, las disimula como comentarios propios de un pobre jubilado que se ha ganado su derecho a decir lo que quiera sin ofender a nadie. Pero definen muy bien la actitud de alguien que no está acostumbrado a dar explicaciones y que, además, considera que no tiene por qué dárselas a nadie, que él ha trabajado muy duro en la vida para que ahora vengan unos niñatos a cantarle las cuarenta.

Rosendo Naseiro nació en Villalba en 1935, en el seno de una familia de indianos a los que las cosas no les habían salido especialmente bien en Cuba. Se trasladó de niño a El Ferrol, donde trabajó en una tintorería y en un almacén de carbón, regresando a Villalba en 1950, donde reincidió en el mundo de las tintorerías, en el que todo parece indicar que prosperó. A principios de los 70 se traslada a Alicante por un tiempo. De vuelta a Galicia, se afilia al PP, del que llega a tesorero en 1987. Tras sus desgracias con la justicia de 1990 –en las que considera que el partido lo deja tirado–, se retira de la política y se consagra al coleccionismo de arte, especializándose en naturalezas muertas españolas de los siglos XVII y XVIII, que se lanza a adquirir de manera compulsiva con el dinero que ha ganado con las tintorerías o con vaya usted a saber qué: si se lo preguntas, es capaz de decirte que estás hecho un tonel y que puedes reventar en el momento menos pensado.

El caso es que parte de esa colección acaba en el Museo del Prado en 2006, tras desembolsar tan noble institución la bonita cifra de 26 millones de euros. El resto de la pinacoteca particular de don Rosendo se encuentra en su residencia madrileña: un palacete de más de 800 metros cuadrados en el barrio de Atocha, donde vive nuestro hombre en compañía de su segunda esposa –Najia, a la que dobla la edad y que fue anteriormente su criada–, tras haber perdido a la primera en un accidente automovilístico acaecido en 2001 con él al volante.

A los 82 años, viviendo como un marqués en un bonito palacete, con una esposa de cuarenta y pocos y viendo bodegones por todas partes, debe ser todo un engorro tener que acudir al parlamento para que una pandilla de muertos de hambre se interese por tus cosas. Y encima, el responsable de que la ley se acuerde de ti es alguien al que solo hiciste favores. ¿O no recurrió a ti el ingrato de Bárcenas cuando tuvo que justificar un gasto injustificable que tú le ayudaste a explicar con una transacción de corte artístico?

Tienes a tu favor, eso sí, que en España cuesta mucho ir a la cárcel, sobre todo por delitos de cuello blanco cuyos expedientes ya acumulan algo de polvo. La edad también ayuda. ¿Cuánta gente de ochenta y tantos años ve usted, mi buen Rosendo, entrando en Soto del Real? Fíjese en los patricios Millet y Montull, para los que van pasando los años sin que se les ponga a la sombra. Y, además, con usted ya la tomaron en 1990 y no pudieron salirse con la suya. Que le busque Bárcenas la ruina y que le vaya muy bien, que a usted no le van a quitar el sueño las preguntas de Toni Cantó y Joan Tardà.

Hace tiempo que la gente como usted, don Rosendo, se ha subido a las narices de la sociedad. Nosotros se lo hemos permitido por una educación malentendida o un respeto a la vejez exagerado, así que su actitud no nos sorprende: es la que adopta en España todo presunto chorizo cuando se le llama a declarar, y que debería haber sido reprimida desde el primer momento. Mientras redacto estas líneas, deben estar deteniendo a algún mangante nuevo que hasta ayer mismo parecía un pilar de la sociedad española: no tardaremos mucho en verlo por la tele, plantando cara con actitud chulesca a quien le pida explicaciones de sus supuestas mangancias y adoptando esa expresión de tedio infinito, tan propia de personas a las que se obliga a perder su valioso tiempo.

Usted, don Rosendo, nos ha proporcionado la versión rural de una actitud clásica. Nada más. | Sigue leyendo.


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