
Cuando ella se marchó, la cocina mostró sus fauces y no me atreví a entrar en días. Lo más lejos que llegaba era a estirar el brazo hasta que alcanzaba alguna cerveza de la nevera y el resto del tiempo me alimentaba de snack´s que desperdigaba por los sofás.
El salón nunca fue tan de ella como la cocina. El mando y la tele siempre me pertenecieron. Al principio se arremolinaba sobre mi torso dispuesta a tragarse cualquier cosa pero poco a poco empezó a arrancarme el mando. Creo que nunca llegamos a compartir uno de esos programas de cocina que tanto me gustan. Seguro que no. De hecho se sorprendió mucho el día en que preparé una emulsión de Oporto a las finas hierbas que acompañara a su insulso filete a la plancha.
- ¿Dónde has aprendido a hacer esta salsa?
- Observando a mi madre –me excusé.
- ¿Tu madre? Pero si le salen mal hasta los huevos fritos.
- Sacarles puntillas es un arte.
- ¿Puntillas?
Desde entonces empezó a espiarme cuando rebuscaba en los armarios un puñado de ingredientes con los que idear manjares deliciosos. Es verdad que me escondía y que dejaba lo cocinado en el recipiente de algún establecimiento de comida preparada para disimular, pero más de una vez me sorprendió con las manos en la masa. Así hasta que se marchó la noche en que deposité sobre la mesa unos muffins de huevo y brócoli, junto a su ensalada de quinoa.
-¿Esto también lo has comprado en Mallorca? –preguntó irónica.
No supe qué decir. Enseguida comprendí que si revelaba la verdad concluiría que vivía con un desconocido, pero el engaño tampoco tenía mucho recorrido. Como otras veces, callé, y solo al irme a dormir descubrí que había sacado su ropa del armario y habían desaparecido sus cremas del cuarto de baño. Sus potingues y ella misma, porque lo único que encontré fue una nota pegada el espejo donde explicaba que con un hombre capaz de ocultar su verdadera pasión durante años no se podía ni ir a la esquina.
No obstante su ausencia resultó liberadora por más hostil que sintiera la cocina al principio. Cuando logré dominarla llené el frigorífico, encendí la vitro y el horno y me envolví en un delantal… hasta hoy. Esta noche he preparado filetes de gallo rellenos de carabineros y un suflé de naranja que van a saborear media docena de turistas a los que no he visto en mi vida. Los encontré en una página de contactos porque tras meses de alquimia culinaria, he comprobado lo triste que resulta no tener a nadie que se lleve a la boca mis platos. De ahí que prefiera llenar mi mesa de extraños antes que recordarla. A ella, con ese mohín de “qué narices estás haciendo en la cocina”, con sus ojitos de placer mientras saboreaba una crema de boletus sospechando que no la había comprado en la delicatesen de turno. A ella, cuando apretaba la tripa buscándose michelines por haber comido demasiado.
-¡Oh, great! Esto estar delicioso –pondera una turista, mientras las burbujas de naranja estallan dentro de su paladar-. Tú ser un hombre único.
Con esta apreciación no he podido más que llevarla a la cocina con el pretexto de mostrarle mi santuario y allí abalanzarme sobre ella y tras comerle la boca, proponerle que sea la nueva reina de mi casa. Pero nada, otra que no traga más que mi menú. | Sigue leyendo.