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Tiempo de temblor

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La alerta sísmica suena a goma para recordar que el tiempo es elástico para los que la escuchan. Mientras suena, los minutos se alargan y el Distrito Federal se encoge. La ciudad más grande de Norteamérica cabe apenas en un puño cuando se espera un temblor. El martes sonó una vez a las once de la mañana pero nadie se asustó porque cada diecinueve de septiembre hay un gran simulacro que conmemora el aniversario del mortífero episodio de 1985. En mi condominio, un edificio de cuatro escaleras y ocho viviendas por cada una de ellas, sólo acudimos hasta el punto seguro Jaime, el portero de la finca, y yo. A esas horas, en La Condesa, una antigua colonia residencial donde viejos edificios de los años treinta comparten acera con bloques edificados con el objetivo de sacarle el mayor partido posible a la gentrificación, todo el mundo mira al suelo y va a lo suyo porque tiene la prisa de un martes. Nadie sabía que dos horas después y treinta y dos años más tarde, mientras yo cocinaba un pescado al horno y en la televisión se jugaba una jornada de la Liga española de fútbol, la tierra se vengaría de sus delatores y se pondría a temblar antes de que la alerta diera el aviso. Desde entonces, lo suyo es lo nuestro y la calle se ha llenado de gente que no ha dejado de mirar hacia arriba.

Mi calle, Juan de la Barrerra, desemboca en el Parque España, la articulación de árboles que une el eje que forman la Colonia Condesa y la Colonia Roma. Dos barrios que sufrieron grandes secuelas en el 85 y que han vuelto a verse muy afectados por el temblor. En un extremo del parque, el edificio de la mítica sala de conciertos Plaza Condesa está acordonado por miedo a que se produzcan desprendimientos. Los chilangos que se congregan enfrente, en un centro de acopio de agua y medicinas, desean más que nunca que a la sala le queden fuerzas para otro bis y que el edificio no se convierta en otro de esos solares que han mellado la sonrisa de una ciudad que sabe divertirse como pocas. Menos suerte ha corrido la calle Álvaro Obregón, en el otro extremo del parque, donde un grupo de españoles espera a saber algo de un amigo atrapado junto a sus compañeros bajo los escombros de un edificio de oficinas.

En el epicentro de la angustia, los terremotos saben a tierra, huelen a una mezcla de gas y polvo y, al principio, cuando los perros ladran y la gente busca refugio, hacen un ruido ensordecedor. Más tarde, cuando ya es la gente la que grita y los perros los que buscan, se instala poco a poco un silencio extraño que lo cubre todo mientras la destrucción empieza a gobernar la ciudad. Pero es un gobierno tirano contra el que los mexicanos se alzan de inmediato y salen a la calle para dar todo lo que tienen. En Amsterdam, la avenida donde se ha caído un bloque de seis plantas, los edificios se han venido abajo pero las columnas de voluntarios que sostienen a la ciudad están levantando el ánimo.

En un repaso a nuestro círculo próximo, acertamos a saber que Catalina tiene una sobrina que ha perdido la casa. La vivienda donde Andrés creció, y de la que tuvo que escaparse para ayudar en el 85, ya no existirá más y al abuelo de Constanza lo tuvieron que desalojar. Las ambulancias no dejan de pasar dos días después y aunque nosotros estamos enteros, nadie nos ha dejado dormir solos con nuestras preocupaciones en una casa que ha quedado torcida desde el día del temblor. Los mexicanos nos han acogido, nos han dado de comer, nos han ayudado a mantener la calma y nos han ofrecido su amistad. En el DF la gente ha abierto sus casas como albergue, sus wifi para que todo el mundo pueda comunicarse con sus familiares y sus coches para ayudar a desplazarse a los que no tienen cómo hacerlo. A mí, hoy me llevaron a mi departamento para recoger algunas cosas y en la calle me encontré con una señora que salía de su casa con una porción de su vida metida en una saca y que miraba a su edificio sin saber si la próxima vez que lo vea, estará en el suelo o de pie. Bajo el ruido sordo de las maletas, el barrio parece haber vivido tres vidas en una noche pero al pescado que dejé en el horno todavía le faltan diez minutos. El tiempo es elástico en los terremotos pero la memoria es rígida. Y mientras paseo por el barrio y veo a mis vecinos enfrentarse a los escombros con esa dignidad, sé que una parte de mí ya está unida para siempre a los habitantes de esta ciudad, tan grande y tan cercana, que no ha permitido que las grietas se conviertan en una frontera.  


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