
Aquella tarde da vueltas en mi cabeza más que una moviola. No es una obsesión, pero sí un pensamiento recurrente porque los traumas quedan tatuados en algún lugar de la memoria sin cicatrizar del todo.
A veces me pregunto dónde andará ella y si se preguntará por mí, aunque no parece probable porque desaparecí sin avisar. Ya entonces tenía la mala costumbre de escabullirme de los problemas. En realidad ella nunca fue un problema sino una bendición, por eso la posibilidad de perderla se convirtió en una mota de nieve rodando en mi interior hasta hacerse una bola gigante.
-¿Se puede saber porqué me esperas al salir de clase? ¿No me estarás vigilando? –recuerdo que se quejaba cuando me hacía el encontradizo por los pasillos de la facultad–.
Sí, claro que la espiaba porque el miedo a perderla resultaba mayor a mi vergüenza a ser descubierto. Nos habíamos conocido en el primer curso y a punto de finalizar la carrera seguíamos juntos, con altos y bajos, con retrocesos y adelantos que a ella le fruncían el ceño y a mí me encogían el estómago provocándome una gastritis crónica. A los compañeros les resultaba desfasado nuestro noviazgo pero yo estaba seguro de que sería la madre de mis hijos, la mitad de mi hipoteca y la anciana junto a la que me iría de este mundo. Así lo pensé hasta que ella empezó a pasar unos fines de semana cada vez más largos en el pueblo de su familia.
-No sé porqué no te puedo acompañar como hacía al principio –insistía yo.
-Porque ahora vive mi abuela con nosotros.
-¿Y?
-No hay habitación libre.
-Dormimos juntos, a estas alturas tus padres no se escandalizarán.
Se marchaba el viernes a primera hora y no regresaba hasta entrada la mañana del lunes, saltándose las prácticas. Antes nunca fue así por lo que empecé a maliciar que en su pueblo sucedía algo peor.
-¿Quien es Tinet?
-Un amigo del colegio.
No hubo más explicaciones el día en que sonó el teléfono del piso que compartíamos y una voz masculina preguntase por ella antes de que me arrancara el inalámbrico de las manos y se encerrara en el cuarto de baño. Pasé unas semanas encelado en que no logré de su boca más que monosílabos y unos besos desapasionados que desparramaban todo el hielo del polo norte por mi anatomía.
La tarde en que apareció su carpeta olvidada dentro del coche no tuve la menor intención de llevársela a clase; al contrario, eche los seguros del vehículo y me dispuse a ojear su contenido hoja a hoja como si degustara un manjar prohibido. Poco tardé en encontrar las cartas: folios repletos de una letra picuda y apretada como las ganas que vertía él en el papel. Me deshice de la carpeta en una papelera y no volví a la universidad ni al piso. Aprobé la carrera en septiembre con tal de no toparme con mi novia.
No sé qué fue más traumática si la confirmación de sus cuernos o mi huida a la desesperada, pero una y otra se repiten en mi cabeza con tintes de remordimiento veinte años después. Quizá por esto cuando empezó a sonar la campanilla de los mensajes del móvil de mi mujer y ella tomaba el aparato con mucha intriga, la secuencia revivió al completo en mi cabeza.
Pero esta vez no pienso leer ni uno. Para final de terror ya tengo el otro.