
El protagonista de este perfil es un genuino pico de oro. Lo pude comprobar personalmente hace un montón de años, cuando trabajaba para El País y me enviaron a un mitin suyo para redactar la correspondiente crónica. Que me aspen si recuerdo donde tuvo lugar el evento y lo que dijo el hombre, pero nunca olvidaré la buena impresión que me causó en una época en la que mi fe en el PSOE, que nunca había sido muy firme, empezaba a resquebrajarse seriamente, gracias, en parte, a la actitud pusilánime y como de síndrome de Estocolmo que adoptaba ante el nacionalismo su franquicia catalana, el PSC. Sí recuerdo un auditorio entregado que se sentía interpelado por las palabras del señor Josep Borrell Fontelles (La Pobla de Segur, Lérida, 1947), tan entregado como la gente que se manifestó en Barcelona el domingo 8 de octubre de este mismo año –hace cuatro días, como quien dice– para protestar por la deriva delirante de Carles Puigdemont y su gobierno de iluminados.
Borrell domina el micro y sabe cómo dirigirse a las masas. En el cuerpo a cuerpo también es de eficacia probada, como recordarán todos los que le vieran dando un baño de realidad económica al inefable Oriol Junqueras, ese hombre beatífico que lo arregla todo asegurando que él y los que piensan como él son muy buenas personas (cuando se queda sin palabras, mosén Junqueras opta directamente por echarse a llorar, como es de dominio público). El libro que publicó a medias con Joan Llorach, Las cuentas y los cuentos de la independencia, va por la undécima edición y ha contribuido notablemente a desautorizar el discurso soberanista, aunque quienes más necesitan leerlo no se hayan acercado a menos de diez metros de él porque para ellos lo que cuenta es la ilusión. Frente al plurinacional Pedro Sánchez y la pandilla de seres inanes que lo rodean, Borrell muestra una autoridad científica y moral que lleva a pensar a muchos, entre los que me encuentro, que debería jugar un papel más relevante en el PSOE. Lástima que su carrera política se fuese al carajo en 1999, cuando su amigo en Hacienda, José María Huguet, fue pillado cometiendo fraude fiscal, manchando así irremediablemente la hoja de servicios de nuestro hombre y alejándolo de la política española: la candidatura a la presidencia de la nación, que le había ganado a Almunia el año anterior, se quedó en nada. Afortunadamente para él, el juicio por posible contubernio con el tal Huguet también se quedó en nada, y Borrell pudo seguir adelante con su carrera, aunque, eso sí, en instancias internacionales, llegando a presidir el Parlamento europeo entre 2004 y 2007.
Prototipo del empollón, Borrell es ingeniero aeronáutico y doctor en economía, tiene masters por universidades francesas y norteamericanas y representa como nadie en España la figura del político desaprovechado. Tal vez debió elegir mejor a sus amistades, no lo negaré, pero dudo que nos podamos permitir el lujo de prescindir de alguien como él en nuestro panorama político, que es de una mediocridad y una inanidad muy preocupantes. Con un presidente del gobierno y un jefe de la oposición como los que tenemos –por no hablar de fenómenos paranormales como Pablo Iglesias y Ada Colau–, es una pena dejar a Borrell para los mítines en los que urge enardecer a las masas y para los diálogos televisivos con meapilas incompetentes como Junqueras. El Borrell que vimos en la manifestación de Barcelona era un líder con las cosas muy claras que hasta se atrevió a abroncar a los valerosos empresarios catalanes que ahora se dan a la fuga, después de no haber abierto la boca en años ante las chorradas de los nacionalistas, cuyos panfletos a veces hasta sufragan y todo (ejemplo: El Nacional de Pepe Antich, que es como el boletín del club de fans de Cocomocho).
Dicen los que no le ven la gracia que Borrell es demasiado mayor para reincorporarse a la política nacional, a la que accedió en 1979. Mucha gente lo ve como una antigualla, como un fósil del régimen del 78, como un compañero de fatigas de esos dos jarrones chinos que son Felipe González y Alfonso Guerra. Y vale, de acuerdo, no es precisamente un chaval, pero tampoco es una momia y lo que dice suele ser muy razonable y nunca suena a hueco e impostado, como les sucede a bastantes colegas del frente de juventudes, empezando por el actual secretario general de su partido.
Echar de menos a Borrell en el actual mapa político español no es lo mismo que añorar la presencia de González y Guerra, que ya cumplieron su función hace años y, últimamente, cada vez que abren la boca parece que lo hagan para empeorar las cosas. Ambos podrían perfeccionar su papel de jarrón chino callándose, que es lo que se espera de un jarrón, sea chino o sevillano, y lo mismo podríamos decir del ínclito José María Aznar, empeñado en controlar desde las sombras el PP y repartiendo constantemente carnés de buen político y mejor español. Pero Borrell no es un jarrón de Lérida, sino un ser vivo que piensa por su cuenta y que tiene mucho que aportar al discurso general. A esa conclusión llegué hace años, en aquel mitin de los noventa que ya no recuerdo donde se celebró, y a esa conclusión volví a llegar al verlo por la tele el domingo de la manifestación en Barcelona.
Le sugeriría que crease un nuevo partido político, pero me temo que, como cantaba Celia Cruz, no hay cama para tanta gente. Ni el mesiánico Aznar se atreve a crear uno a su imagen y semejanza para darle una lección al don Tancredo que él mismo eligió a dedo para sucederle: en la derecha española no hay vida fuera del PP, y gracias a eso, todo hay que decirlo, aún no tenemos en el parlamento engendros como el Front National de Marine Le Pen. Y fuera del PSOE, me temo, tampoco hay mucho espacio para la vida inteligente: todos los que esperábamos una propuesta a la izquierda del PSOE nos hemos tenido que conformar con esa pandilla de bolcheviques bolivarianos, rancios y viejunos, que se agrupan bajo el nombre de Podemos, dirigidos por un populista oportunista que se cree –o hace como que se cree– que con la ayuda de los separatistas se puede caminar hacia la tercera república española.
Juro que no estoy a sueldo del señor Borrell y que tampoco presido su club de fans, pero cuando uno encuentra un político con fundamento, como diría Arguiñano, no puede hacer otra cosa que defenderlo.