
Lunes. Los gatos me gustarían de no ser porque se pasan la vida jugando con su aparato digestivo. Se tragan al lamerse cantidades ingentes de pelo que forman en su estómago pelotas insolubles. Las vomitan, las desvomitan y las vuelven a vomitar. Emplean mucho tiempo en ello, más que nosotros en desatascar los lavabos de nuestros cuartos de baño (atascados también por culpa de los cabellos que perdemos). No puede uno vivir pendiente de sus intestinos y ganarse la vida al mismo tiempo. Por eso los gatos, al contrario de los perros, no se la ganan. Para eso nos tienen a nosotros, que averiguamos, en estas fechas tan señaladas de las narices, lo triste que es vivir pendiente del ardor de estómago por culpa de los excesos de naturaleza alimentaria. Significa que los seres humanos somos perros la mayor parte del año. Durante las navidades nos volvemos un poco gatos. Bueno.
Martes. Observen esta frase, leída en Yoga para los que pasan del yoga, de Geoff Dyer (Mondadori): “Todo el mundo tenía un porte perfecto y caminaba como si la gravedad fuera una opción y no una ley”. Se refiere el autor a los habitantes de un monasterio indio que practican la meditación trascendental. Yo he conocido a gente así, gente que de primeras, por cierto, me cae bien, aunque termina aburriéndome. ¿Por qué? Porque no me la creo. No he conocido jamás a un santo, nunca. Pienso en uno de esos tipos que comían como si la comida fuera una opción y no una necesidad. Compartíamos casa, hace ya mucho tiempo, en una especie de comuna. Poco después de su llegada, empecé a notar que el fuagrás desaparecía de la nevera común a la velocidad del tocino (alguna relación en la que ahora no caigo tiene el tocino con la velocidad). Una noche me desperté con resaca, fui a la cocina con intención de beberme dos litros de agua, y lo encontré allí, iluminado por la luz de la nevera, cuya puerta permanecía abierta, comiéndose el fuagrás con las manos. Estaba tan abstraído en ese acto de santidad inversa que no advirtió mi presencia, de modo que me di la vuelta y regresé a la cama. Al rato, escuché unos pasos en el pasillo y deduje que era él. Se encerró en el cuarto de baño y le escuché vomitar el fuagrás de cerdo que acababa de tragarse como los gatos vomitan las bolas de pelo que se les forma en el intestino. Era un yogui aficionado a jugar también con su aparato digestivo. Aún me parece que lo estoy viendo moverse por la casa: caminaba como si la gravedad fuera una opción y no una ley. Como caminan los gatos, qué curioso.
Miércoles. Las partes del cuerpo envejecen al compás. Es imposible tener un estómago de setenta años y un hígado de veinte. Puede estar el hígado mejor que el estómago, no decimos que no. Pero sin diferencias tan grandes como las señaladas. Todo esto venía a cuento de algo que acabo de olvidar. ¡Ah, ya! Hay una cosa que puede tener mayor o menor edad que el cuerpo al que pertenece: la escritura. Hay gente de veinte años que escribe como si tuvieran ochenta y viceversa.
—La escritura no es una parte del cuerpo –dirán algunos.
—Se equivocan ustedes –responderé yo–. La escritura es un jugo segregado por las vísceras. Es una producción del cuerpo, como la orina, como la caca, como la saliva. De un análisis de heces se puede deducir la edad de su propietario. De un análisis sintáctico, en cambio, no. Josep Pla escribía, ya de mayor, como un joven de talento. A veces se confunden la edad y el talento, pero son cosas distintas. Hay viejos estúpidos y jóvenes inteligentes. Pero ninguna mujer mayor posee un útero de bebé.
Jueves. Voy logrando, de alguna manera misteriosa, que las fiestas navideñas ocurran en una dimensión paralela sin dejar de suceder en esta. Como cuando se está en la peluquería de toda la vida que, sin embargo, no es la peluquería de toda la vida.
—¿Va a ser lo de siempre? –pregunta el peluquero.
Yo le digo que sí sabiendo que va a ser lo de nunca porque mi estado de conciencia es diferente. Pues eso, que las fiestas navideñas de este año son las de siempre, pero yo, sin dejar de estar en ellas, permanezco en otra dimensión.