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La tostadora roja

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Llevo una vida atendiendo al público. Trabajo en unos grandes almacenes y abordo a cada cliente igual que si fuera un espectador a quien embaucar, una habilidad que he debido de afinar concienzudamente pues soy una mujer anodina, ni alta ni baja, ni rubia ni morena, pero cuya habilidad social reside en vender grifos en pleno desierto. 
No obstante, reconozco mi desazón ante el fenómeno que llevo registrando de un tiempo a esta parte: cada vez atiendo a más hombres solos. Varones abstraídos entre cafeteras y batidoras que se toman minutos eternos antes de decidirse por una. “¿Le ha indicado su mujer qué marca prefiere?”. Algo semejante debí de preguntar en esa primera ocasión en la que me lanzaron una mirada incendiaria junto a esta respuesta: “¿Acaso las necesitamos a ustedes para elegir un electrodoméstico?”.
Hasta la fecha sí, claro. En ninguna cabeza medianamente amueblada cabía la posibilidad de que un hombre pudiera ser experto en asuntos de cocina, salvo que se tratara de un representante o se llamase Ferran Adrià. Por supuesto que hemos cambiado, aunque yo sigo sin acostumbrarme a episodios como este.
—¿Puedo ayudarle en algo? –amable me ofrecí hace pocos días a un varón bien peinado y vestido a la última–. ¿Busca un lavavajillas?
El cliente asintió con la cabeza quitándose las gafas de sol. Atractivo, muy atractivo. Yo me estiré como en las clases de Pilates y reubiqué la cadera en el espacio por instinto, mientras aireaba mis dotes de vendedora.
—El modelo que está usted mirando es muy completo: junto al sistema AquaSensor ofrece un motor Ecosilence que…
—No me pega nada.
—¿No le pega dónde?
—En el cuarto que he pensado para él –respondió enigmático.
—¿Lo prefiere en aluminio o quizá panelado según los muebles?
Tras años de servicio y entrega he descubierto que las mujeres seleccionan los muebles de cocina del mismo modo que llenan su armario: conjuntados; por tanto, interpreté que mi embrión de cliente era gay y relajé los hombros y el culo al instante. 
“Rojo, lo necesito rojo”. Y me dije: “Requetegay”. Entonces abrí un catálogo recién llegado a la tienda donde las máquinas aparecen revestidas por unos paneles de colores ácidos muy modernos pero nada prácticos. “De su gusto, ¿verdad?”. Afirmé según ideaba qué otro nuevo artilugio podría endosar al caprichoso homosexual que tenía enfrente.
—¿Disponen de cafeteras rojas? 
—Sí, señor –afirmé. Ya tenía a quién endosar esa estúpida máquina italiana de hacer capuchinos que no vendía ni en rebajas–. Un diseño exclusivo del que me queda solo el último modelo. 
—¿Y una batidora a juego?
—¿Roja, no?
Después de observarme como si fuese una alienígena entendí que pretendía mudar la cocina para que ella saliese también del armario, de manera que me encaminé al almacén donde rescaté todos los aparatos de color bermellón habidos y por haber. Hasta un escurreverduras ubiqué encima del mostrador en lo que parecía La matanza de Texas versión Master Chef.
—¿Satisfecho? –interrogué, y entonces apareció ella.
—¿Qué?, ¿tenemos atrezo? –soltó–. Esto de ser pareja de un director de cine para adultos es agotador. Ahora le ha dado por el porno gore: ‘La vagina trituradora’ es su próximo título.


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