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El amor no es monárquico

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Me ha gustado mucho esa estrategia defensiva de la infanta Cristina consistente en enfatizar el amor desmesurado que esta siente por su marido. De hecho, no es más que una variante lírica del método seguido, cuando pintan bastos judiciales, por las esposas de todo tipo de ladrones, estafadores, mafiosos y otras gentes de mal vivir. Consiste, básicamente, en hacerse la tonta, manifestar una fe ciega en el cónyuge y no acordarse absolutamente de nada. ¿Que entraban en la mansión bolsas de plástico llenas de billetes?: “Me extrañó que la gente dejara la basura en casa en vez de echarla al contenedor, pero si a mi marido le parecía bien…”. ¿Que aparecían unos amigos de la famiglia con la ropa manchada de sangre?: “Supuse que vendrían de la matanza del cerdo, aunque después de aquello nunca volví a ver ni a Bruno ni a Luca…”. Y así sucesivamente.
En el caso concreto de la infanta Cristina, yo creo que el amor debería ser más bien un agravante. Y es que, vamos a ver, ¿desde cuándo los miembros de las familias reales se han casado por amor? Ese dislate no había sucedido nunca hasta que a algunas de esas familias, con la vana pretensión de acercarse al pueblo y de combatir las acusaciones de representar un anacronismo elitista, se han lanzado por la senda del amor, como si fuesen familias como cualquier otra. Y con resultados catastróficos, como puede comprobarse, sin ir más lejos, en la nuestra.
Don Juan Carlos se casó con doña Sofía por sentido del deber y porque no habría a mano alguna heredera de una monarquía en activo. Sus hijos, a mi modesto entender, deberían haber elegido entre ese contingente de princesitas y principitos que corren por Europa viviendo modestamente del dinero con el que pudieron arramblar sus padres antes de que los malvados comunistas los echaran a patadas de su país. De acuerdo, dicho contingente suele abundar en princesas bizcas, gordas o jorobadas, así como en príncipes aquejados de cretinismo, enfermedades sanguíneas, alopecia precoz o halitosis asesina, pero… ¿y lo agradecidos que se muestran cuando se les permite incrustarse en  alguna dinastía que aún no ha sido dispersada a porrazos por el populacho? La jorobada y el zote son fieles como perros, por la cuenta que les trae, y nunca se les ocurre dar la nota en público o, aún peor, solicitar el divorcio. No hay por qué amar a esas personas. Ellas tampoco lo esperan: les basta con figurar y comer caliente hasta el fin de sus días. Y no les iba del todo mal la cosa hasta que hizo acto de presencia el intrusismo profesional, que se ha cebado en la familia real española de manera muy especial.
La infanta Elena se casó, parece que por amor, con don Jaime de Marichalar, un hombre cuyos principales méritos eran la pasión que sentía por las bufandas de Elena Benarroch y su preferencia por los estampados de paramecios. La cosa duró lo que duró, perdimos de vista a don Jaime y la Infanta se nos ha quedado para vestir santos. Su hermana Cristina se casó enamoradísima con un jugador de balonmano y ya vemos cómo le está yendo: por culpa de las tendencias cleptómanas del bueno de Iñaki, la tenemos declarando ante el juez como cualquier plebeya. El príncipe Felipe también se casó por amor… ¡y con una divorciada! (el pobre Jaime Peñafiel aún no se ha recuperado del sofoco), y ya corren aviesos rumores de que las cosas empiezan a hacer agua. Teniendo en cuenta que la principal misión de  cualquier monarquía es su propia supervivencia –como la Iglesia o, según Schopenhauer, la propia naturaleza, que solo piensa en sí misma–, es menester organizarlo todo para que dicha supervivencia no se vea en peligro. En ese sentido, y dicho sea con todos los respetos para el héroe del 23-F, don Juan Carlos ha estado un poco calzonazos. Cuando sus vástagos le dijeron que querían casarse por amor, debería haberse puesto duro, pasarles el catálogo de fenómenos de feria disponibles entre la realeza y decirles que lo del amor es para los plebeyos.
Según el escritor francés Frédéric Beigbeder, el amor dura tres años. A veces dura más y a veces menos. Pero siempre (o casi siempre) se termina, como bien sabemos todos los que en algún momento de nuestra vida nos hemos casado por amor (aunque, en mi caso, fuese en Las Vegas). Como el amor es una obnubilación que nos hace ver cosas que no son, la boda acostumbra a ser una gran metedura de pata basada en un malentendido. Los plebeyos nos lo podemos permitir porque cada palo aguanta su vela y no somos la piedra angular de ninguna institución, como no sea la familia cristiana, que a casi todo el mundo le importa una mierda. Pero los de sangre azul deberían ir con mucho más cuidado a la hora de cumplir la misión para la que han venido al mundo: asegurar la continuidad de su dinastía. En ese sentido, la actitud del príncipe Carlos de Inglaterra es admirable: se casa con una tonta, le hace un par de herederos y sigue frecuentando la compañía de su amante de toda la vida, aquel adorable jamelgo de nombre Camilla. O eso, o lo que hizo el duque de Windsor: renunciar al reino por una divorciada con bigote y darse la vida padre en la Riviera con sus amiguitos especiales y algún que otro nazi de buen ver.
¿Adónde ha llevado el amor a la infanta Cristina? Pues al juzgado. Con lo fácil –y beneficioso para la supervivencia de los suyos– que habría sido casarse con un tarado sin trono y dedicarse, en la mejor tradición familiar, a hacer de su capa un sayo tras haber facturado unos infantitos… Poner en peligro un chollo colosal por amor a un mangante de escasas luces que, a este paso, se va a llevar la monarquía española por delante es del género tonto. En otras épocas, Iñaki habría sufrido un conveniente accidente automovilístico, pero este Rey que tenemos se ha tomado demasiado en serio la democracia y la ética.
De todos modos, como a mí las monarquías me gustan por ser un anacronismo de lo más vistoso, me permito recomendar a la nuestra unas necesarias medidas de choque: Cristina, al exilio; Iñaki, al trullo; y don Juan Carlos, a abdicar en el príncipe Felipe. Y rapidito, que la cosa está muy chunga.

Opinión, reportajes y humor en el número completo en PDF.


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