
Cuando escucho esta frase rebotando en las paredes del descansillo, ya imagino lo que viene detrás. La convivencia está hecha de costumbre y palabras obvias, y nada indica que la de mis vecinos no debiera de ser tan tópica como la de otros. Ni siquiera tengo que ojear a través de la mirilla para saber que el hombre besa a la mujer en los labios según se destensa, incómodo, el cuello de la camisa porque le viene estrecho. Si fuera por él, no usaría corbata e iría a la oficina en suéter, pero esa es una de las servidumbres de pisar moqueta.
“¿Qué vas a hacer hoy?”, así se despide, invariablemente, un día tras otro mientras pulsa el botón de llamada al ascensor. Lo pregunta entre distraído y desganado, importándole tan poco la respuesta que a veces creo que si ella le dijera: “Nada, tirarme por el balcón, asaltar un banco, acudir desnuda al Congreso junto a las Femen o hacer picadillo a mi suegra, es decir a tu madre”, él aduciría lo habitual: “Qué bien, amor. Luego me cuentas”.
En realidad ella no le explica nada, de lo contrario él no desaparecería con una etérea placidez solo alterada por el efecto estrangulador de la camisa.
Las puertas del ascensor se cierran con ese chirrido que no logra eliminar el portero por más que las engrase, y ella congela el rictus siguiendo el descenso de las luces amarillas hasta la planta -1. Ahí sonríe. “¿Qué vas a hacer hoy?”, parece que la escucho susurrar sarcástica. Pregunta y respuesta de una sentada. “¿Que qué voy a hacer? Lo de siempre: recoger la cocina, preparar la comida, hacer algún recado, los niños, las cuentas. La casa”.
Seguro que mi vecino imagina a su mujer en cualquiera de esas tareas y la compadece porque en el fondo sabe que se cambiaría por él. Tengo entendido que estudiaron juntos la carrera y, al casarse pronto, uno de los dos debió de sacrificarse para formar una familia. Estas decisiones bisoñas marcan la vida. A bote pronto él no será consciente, pero en el fondo se siente culpable por haber truncado el proyecto profesional de su mujer, y esta merma no la arreglan ni cien visas oro.
Lo noto porque, en algún encuentro casual, a la mínima la pondera ante los demás sin venir a cuento. “Es inteligentísima, sin ella estaría perdido. Si mi casa funciona, es gracias a mi esposa y a su habilidad para gestionar cualquier conflicto”. No apunta que es guapa y elegante, como haría cualquier patán orgulloso de su trofeo, sino que actúa como un head hunter tratando de colocarnos al mejor fichaje. Sin decirlo le imagino explicar que “habría sido mejor que yo si no hubiera tenido que criar a mis dos hijos, pero qué quieren: ella iba pariendo y a mí me hicieron socio fundador. Yo tengo la cabeza infestada de canas y ella se las tiñe. A lo mejor ni siquiera tiene, cualquier sabe”.
“¿Qué vas a hacer hoy?”. Son años hilando una frase insustancial que le reconforta y unos meses en que ella sonríe maliciosa antes de cerrar la puerta. Entonces hace lo de siempre. Ducharse a toda prisa, llenarse de crema de olor, elegir un conjunto negro de ropa interior y con la blusa a medio abotonar llamar a mi puerta. Como para contarle a su marido su agenda del día.