
Los ‘fans’ de James Bond somos muy nuestros. Por eso, cuando le cayó el personaje a Daniel Craig, más de uno puso el grito en el cielo. “¡Pero a quién se le ocurre! –clamamos–. ¡Si ese tío es igual que Vladímir Putin!”. Se podía decir más alto, pero no más claro: Daniel Craig, con su físico de asesino homosexual y de sádico anal, no podía ser James Bond; a lo sumo, su enemigo en alguna aventura, su Némesis, puesto que el señor Craig da, literalmente, miedo. Puede que sea un tipo encantador, pero tiene una pinta que asusta y ha nacido para interpretar a seres del averno. Eso sí, para protagonizar una posible biopic de Vladímir Putin, el hombre no tiene precio.
¿Por qué será que unos rostros dan miedo, y otros, risa? Misterios de la genética: te puede tocar la cara de Andreu Buenafuente o la de José Amedo. Con la primera te puedes ganar muy bien la vida, pero con la segunda puedes imponer el terror: yo me imagino a solas con Amedo, atado a una silla para responder a sus preguntas, y me voy por la pata abajo. Lo mismo me ocurre con Putin, y creo que él es plenamente consciente del efecto que causa en quienes le tienen que sufrir. Da igual que mida poco más de un metro sesenta y que sea casi tan ancho como alto: lo importante es potenciar su imagen de macho alfa, de tío con el que no se juega y que no se anda con chiquitas; por eso le gusta tanto retratarse en plena naturaleza a pecho descubierto, pegándose con un oso, noqueando truchas a puñetazos, cabalgando cual cosaco de Kazán o derribando adversarios a cascoporro con sus letales llaves de judo. Y este tipo de cosas, que serían tomadas a chufla en los países democráticos, gozan de gran predicamento en Rusia, donde nadie sabe lo que es la democracia por la sencilla razón de que nunca ha sido vista en territorio nacional.
Observada desde este agradable balneario con goteras que es la Europa Occidental, Rusia se nos antoja una mezcla lamentable de dictadura mal disimulada, narcoestado y paraíso de la corrupción. Vamos, lo que solemos definir como un país de mierda. Pero tal vez deberíamos ser un poco más caritativos con sus sufridos habitantes: una gente que pasa de los zares a los comunistas y entra en el siglo XXI a las órdenes de Putin merece toda nuestra compasión. Sí, nos caía mejor Mijaíl Gorbachov, que parecía una persona decente. Y nos reíamos más con Borís Yeltsin, pese a (o gracias a) sus monumentales tajadas. Pero ahora vemos que solo fueron personajes de paso, de transición hacia la figura del Superhombre representada por Putin. Ni Gorbachov ni Yeltsin quisieron o pudieron eternizarse en el poder, mientras que esa fue la principal misión de Putin, un hombre criado en el KGB, donde sin duda entendió a la perfección que el fin justifica los medios. Putin se dio cuenta enseguida de que eso de la democracia puede estar muy bien para los maricones de Occidente, pero que en la Madre Rusia debe imperar la figura del Jefe de la Tribu. Acto seguido, dividió a la población entre buenos –los que le daban la razón, haciéndose así merecedores de todo tipo de chollos– y malos –los que se le ponían de canto y le acusaban de ser un sátrapa autoritario, que podían elegir entre acabar en el trullo, como el magnate petrolero Mijaíl Jodorkovski, o acribillados a balazos, como la periodista Anna Politkóvskaya.
Vladímir Putin lleva mandando desde el año 2000. En 2008, como no podía presentarse a una tercera elección –¡cosas de la legalidad vigente!–, lo hizo por persona interpuesta, su compadre Dmitri Medvédev, reservándose el cargo de primer ministro. En 2012, se intercambiaron los roles en la mejor tradición de Celia Cruz y la Fania All Stars: Quítate tú pa’ ponerme yo. Y ahí siguen y seguirán hasta el Día del Juicio Final mientras la clase media vaya tirando, los amigos se enriquezcan y a los mafiosos les dé para mantener sus mansiones de la Costa del Sol. Y al que se queje, garrotazo y tentetieso, como pudieron comprobar recientemente las Pussy Riot en Sochi, cuando los cosacos –bestias pardas muy del agrado de Putin– la emprendieron a latigazos con ellas. ¿Un país de mierda? Bueno, no más que la España franquista de ladrones amigos del Régimen, funcionarios letárgicos y clase media sobornada por el 600 y la segunda residencia.
Ahora, a nuestro Macho Alfa le ha dado por recuperar Ucrania empezando por la comunidad autónoma de Crimea. Dice que Crimea es mayoritariamente rusa y tiene razón, pero lo es gracias a que Stalin deportó a la población tártara original en 1944 –¡gran intuición política la del Padrecito!–, en una operación de limpieza étnica de no te menees. Eso permite a nuestro hombre presentarse como defensor de unos compatriotas sometidos al influjo ucranio, demasiado europeísta para su gusto: hacer como que defiendes a los tuyos mientras intentas recuperar parte de lo que perdiste en 1991 con la desintegración de la URSS tiene su mérito, no lo negaré.
VladÍmir Putin siente nostalgia imperial y echa de menos la URSS y la Guerra Fría, cuando las cosas estaban más claras: nosotros aquí, ellos allí, todos enseñando los dientes. ¿Distensión? ¿Para qué? ¿Democracia? ¿Y eso qué significa en un país que nunca la ha conocido? El viejo lema de Lenin, ¿libertad para qué?, es reinterpretado a su manera por Vladímir Putin, alguien que, como Martin Luther King, aunque a lo bestia, también tiene un sueño: el renacer de una Rusia über alles en la que la buena gente se dedique a sus asuntos, deje trabajar a los criminales que estén a buenas con el régimen y aplauda a los cosacos cuando estos, por el bien de la patria, se lancen a repartir latigazos entre feministas, homosexuales, demócratas, intelectuales y demás gentuza corrompida por Occidente y víctima de su funesto relativismo moral.
Y mientras Putin se revela como un Stalin sin bigote, nosotros, desde nuestros desconchados balnearios europeos, volvemos a escuchar palabras que creíamos olvidadas: Crimea, Sebastopol, Odesa, Balaclava…. Pero hacemos como que no las oímos, como nos pasó no hace mucho con Sarajevo, porque se nos antojan más antiguas y más rancias que el mismísimo James Bond. Que ya es decir.