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El hijo de su madre

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El bloque tiene cuatro plantas y una azotea donde colgar las sábanas. En la última residen doña Luisa –con su pelo cardado y unos tobillos como columnas–, la familia china y unos estudiantes que no duran ni tres meses. “Doña Luisa está muy solita allá arriba”, lamenta mi madre; a veces le manda pastas o unos flanes para endulzarle la vida.
–Ve y mira si necesita algo –y me lanza escaleras arriba, porque en mi edificio no hay ascensor.
En realidad no me gusta visitarla porque me deshace el tupé. “Así no se peinan los niños decentes”, dice siempre, aplastando lo que tardo horas en conseguir erguido. También me obliga a comer esas galletas guardadas en un viejo bote que enrancia lo que entra en él. Como ella. Por suerte hace semanas que dejó de estropearme el peinado; desde esa tarde en la cual le subí un trozo de bizcocho recién horneado y ella explicó sin abrirme que los dulces caseros le provocaban gases, que se lo agradecía a mi madre, pero mejor no probarlo. Me quedé sujetando el plato y, según inspiraba el aroma a limón, pellizqué un trozo. A mi vuelta no quedaban ni las migas.
–¿Por qué no le has dejado el plato? –inquirió mi madre–. Cómo es de mirada doña Luisa. ¿La has encontrado bien, hijo?
–Perfectamente –dije convencido. Su voz sonaba bien; además, no me convenían más explicaciones.
Desde esa fecha doña Luisa no volvió a franquearme la puerta y deduje que no le gustarían nuestras recetas, pero nunca me atreví a humillar a mi madre con mis sospechas.
Doña Luisa tiene un gato que se escapa cada dos por tres y un hijo que desaparece con igual frecuencia. Según escuché contar a mi madre y a otras vecinas, es un hijo de soltera, pero como es muy señora prefiere sostener que quedó viuda al poco de casarse. Sin embargo, esa vecina del primero que podría haber sido portera del bloque de no ser porque el nuestro es un edificio de pobres asegura que doña Luisa no cobra pensión de viuda, sino de las otras.
–Hemos coincidido en el banco y se hace la longui –cuesta entender a la mujer, pero es lista y se entera de todo.
Hace una semana la vecina del primero estaba limpiando la terraza y el gato de doña Luisa le cayó del cielo rozándole la cabeza. La mujer pegó un grito. Al asomarse vio al animal reventado en la acera.
–Doña Luisa, somos sus vecinas. Qué disgusto tan grande tendrá usted –gritaban mientras llamaban a la puerta de su casa–. Pobre bichito, con lo que la acompañaba. ¿Nos abre?
–No, que estoy resfriada y no quiero ponerme peor.
Ahí la del primero, malpensada como pocas, soltó: “A mí me huele raro esto”. Y todas se taparon la nariz porque en verdad el descansillo apestaba a huevo podrido.
Hoy mi madre y ella estaban decididas a colarse en la vivienda de la anciana, pero no ha hecho falta. Al entrar en el banco la vecina se ha topado con el cardado de doña Luisa y de la impresión le ha nacido tal abrazo por la espalda que se han precipitado las dos al suelo. Junto a ellas iban los euros de la pensión, la peluca y el engaño del hijo.
–Lo de tu madre me olía fatal –le ha soltado la del primero.
–Peor a mí, que la tengo en casa –ha respondido él dentro del coche patrulla.

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