
En el bar del Ensanche barcelonés en el que suelo desayunar se produce a veces un fenómeno de intensa melancolía protagonizado por B., mi camarero gallego de referencia: sin venir aparentemente a cuento, B. adopta una expresión fatalista junto a la caja registradora y dice, suspirando: “¡Aquí no nos quieren a los del PP!”. Aquí, claro está, es Cataluña en general y Barcelona en particular, y suerte tiene el pobre B. si a uno de sus colegas no le da por espetarle: “¡Calla, facha!”. B. está en lo cierto: ser del PP en Barcelona no es ninguna ganga. Y no es porque se trate de un partido de derechas, sino porque su plaza en estos lares siempre ha estado ocupada –por lo menos hasta que el Astut se ha pasado a los antisistema– por Convergència, que también era de derechas, pero como era catalanista se hacía la ilusión de militar en las filas del progresismo más cabal. Y como aquí la derecha catalanista siempre ha sido más numerosa que la españolista, el PP nunca ha acabado de encontrar su público.
Además de los nacionalistas, el PP catalán tiene en contra otro contingente importante de ciudadanos: los que no le hemos votado en la vida por su tufo franquista y su propensión a la carcunda, aunque este inmenso colectivo es bastante ecléctico; por un lado están los que odian al PP a muerte y le echan la culpa de todo lo que sucede en España en general y en Cataluña en particular; y por otro, los que tratamos con respeto a los peperos simpáticos que nos presentan –pienso en Juan Arza, de Societal Civil Catalana, que es un tipo encantador–, consideramos que García Albiol es un poco bruto, pero no la reencarnación de Millán Astray, creemos que Valentí Puig sería un excelente conseller de Cultura y, en todo caso, agradeceríamos que el PP fuese un poco más tory y algo menos primario. O sea, los que no les consideramos el enemigo, pero tampoco les pensamos votar en lo que nos quede de vida.
De esa manera contempla uno a los hermanos Fernández Díaz, peperos de pro de la ciudad de Barcelona. El mayor, Jorge, es ministro y vive en Madrid, donde ser del PP está muy extendido y hasta se ve con buenos ojos en determinados barrios y ambientes. El menor, Alberto –o Albertito para todos los que se creen autorizados a perdonarle la vida, que son legión–, pica piedra española en el ayuntamiento barcelonés, donde, aparte de gruñir, no se le permiten muchas expansiones más: a veces dice cosas muy razonables, pero como es del PP nadie las toma en consideración. Es evidente que el reparto de roles entre hermanos se ha saldado a favor del primogénito, pues siempre es mejor ser ministro del Interior que eterno aspirante imposible a la alcaldía de una ciudad hostil a tu visión de las cosas, pero yo prefiero la discreción funcionarial de Alberto a los delirios místicos de Jorge, esos que le han llevado a condecorar a una virgen y a ejercer de meapilas a jornada completa (o puede que de cristiano renacido, que siempre suena mejor).
Cuentan que Jorge Fernández Díaz era un hombre de vida disoluta que no hacía ascos ni al alcohol ni a las pelanduscas, pero que un día, cual Pablo en el camino de Damasco, se cayó de su particular caballo –no sabemos si a causa de la tajada que llevaba o si fruto de una epifanía salvífica– y se recicló en creyente, hombre de bien y condecorador de vírgenes. Lo cual no le impidió poner en práctica el célebre dicho a Dios rogando y con el mazo dando y llegar a ministro del Interior, cargo propicio al reparto de estopa en el que parece encontrarse muy a gusto y que, después de la salvajada yihadista en París de hace unos días, se va a tener que tomar más en serio que nunca.
Su hermano Alberto también se toma muy en serio la ciudad en la que vive, donde quisiera ver instaurado un orden y un tronío que no han existido nunca y que a muchos nos parecen tan inalcanzables como innecesarios: una cosa es intentar poner en su sitio a navajeros, camellos, manteros, okupas y perroflautas –objetivo de lo más loable– y otra, pretender convertir una ciudad de vocación caótica y anárquica en la Perla del Mediterráneo. Para entendernos, Alberto es de los que creen que la Rambla debe volver a ser el gran paseo señorial de los barceloneses, cuando eso es algo que no ha sido nunca, pues siempre ha ejercido de cloaca máxima de la vida canalla local y lo único que se puede intentar con ella es mantener a un nivel razonable el robo de bolsos, el apuñalamiento de viandantes y la violación de turistas en público por parte de las agresivas prostitutas nigerianas. De hecho, el barcelonés medio –si es que queda alguno que aún frecuente la Rambla, pasto de turistas desde hace años– siempre se ha conformado con llegar a Colón en posesión de su cartera y, a ser posible, sin cruzarse con nadie al que le estén comiendo el rabo al aire libre.
La Barcelona de Alberto Fernández Díaz solo se diferencia de la del cesante doctor Trias en idiomas y banderas. Ni a peperos ni convergentes les interesa gran cosa lo que ocurre de la plaza Cataluña hacia abajo, pues de esa terra ignota ya se ocupan –o deberían– los rojos, los alternativos y otra gente de mal vivir. Gente que ahora, por cierto, ocupa el ayuntamiento barcelonés para desespero de las personas de orden y desconfianza de los fatalistas como el que esto firma: alguien que creció odiando a la derecha y al sistema y que se llevó la gran decepción de su vida cuando vio que la izquierda y los antisistema también podían dar una grima considerable.
Como ciclista de la política, Alberto es un gran gregario. Podría describir su labor en el ayuntamiento con la famosa expresión anglosajona, es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo .Su hermano ha optado por despegarse del pelotón, plantarse en Madrid y llegar a ministro tras renunciar a Satanás y a sus pompas, sus glorias y sus farras. Con Dios de su parte, puede mostrarse más inflexible y autoritario que nunca, aunque en el PP esas prestaciones ya vienen de serie. Pero seguro que en algún momento de su vida anterior ha pensado lo que su hermano debe sentir a diario y mi camarero de referencia verbaliza en momentos de tribulación: “¡Aquí no nos quieren a los del PP!”.
¿Cómo explicarles que todo se reduce a una cuestión de mercado y que el catalán ya cuenta con su propia derecha? Ni mejor ni peor, claro está, sino diferente. ¿En qué? Pues en una sustitución de país, de idioma y de bandera. O sea, en cambiarlo todo para que nada cambie.