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Channel: Revista Interviu
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El escuchador

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Cuando de niño me echaron de la banda del barrio porque desafinaba, mis padres lamentaron que tuviese una zapatilla por oído. Me carcajeo de su pronóstico. Puesto que los que no oyen ahora son ellos, no me extiendo en explicaciones sobre mi trabajo, pero es como para sentir orgullo de lo que puede hacer un trozo de felpa dentro de la trompa de Eustaquio. Es broma. Soy irónico por naturaleza, la cual me ha dotado también de cierto exceso en mi anatomía, aunque mis ciento veinte kilos no me impiden desempeñar mi trabajo con destreza; de hecho, soy una mole de sebo subiendo la escalera de mi bloque, y en cambio parezco de chicle si toca meterse bajo el chasis. 

Los bajos de los coches me emborrachan. Podría emplear horas acariciando la perfección de ese acero retorcido sin cansarme de tocar su superficie pulida y fría como la piel de muchas mujeres. Un coche se parece tanto a ellas que soy incapaz de controlar mis erecciones, por eso prefiero quedarme el último. “Venga, a ese modelo ya le hemos dado el visto bueno –comenta a veces mi supervisor con ganas de plegar el día–. Firma el conforme y echamos el cierre”. Entonces yo me hago el remolón, aseguro que he detectado un runrún extraño y que mejor me cercioro mientras mis compañeros se quitan el mono en el vestuario: “Así, en silencio, pillo los fallos al vuelo”. Mi jefe se convence de que soy el mejor empleado de la fábrica, mientras yo me deshago escuchando un motor al ralentí en mitad del silencio cavernoso de una cabina vacía. Las pajas más dulces no se hacen dentro de los coches, sino bajo ellos. 

Bucear entre las tripas de un vehículo, meter la nariz en su motor, me recuerda a lo que uno se encontraba al levantar las faldas de una chica: siempre un misterio. Lo normal es que el hallazgo superara tus expectativas, pero en ocasiones, al comprobar que la carcasa merecía más nota que su mecánica, te nacía una decepción agridulce. Al igual que algunos coches se ofertan llenos de extras cuando su motor en verdad no supera al de una escúter, algunas se maquean tanto que no valen ni la mitad del esfuerzo invertido –que casi siempre es enorme porque ni ellas ni mi físico me facilitan las cosas–. ¡Ojalá pudiera escuchar sus órganos con la pericia con la que ausculto mis motores! Pero el corazón de una mujer es una correa de trasmisión hecha cisco. Hace tantos ruidos contradictorios que uno no sabe si dar un paso al frente o salir corriendo. 

Los coches nunca me engañan. Soy capaz de detectar no solo un error presente, sino el fallo futuro aunque aún no dé la cara, como un médico diagnosticando a un paciente de salud de hierro que puede quebrar en el momento menos deseado. Cada silbido, cada repiqueteo, un engranaje dañado, esa lubricación obstruida que solo percibe un oído como el mío acostumbrado a la música celestial de un motor perfecto me pone en alerta. Y ojo, que no todos suenan igual, les sucede como a ellas: cada mujer tiene su propia música y hay que oír a muchas añosas antes de abrirnos el camino hacia las jóvenes. A los motores viejos les pasa lo mismo. 

Creo que hasta ahora no lo he apuntado, pero trabajo en una fábrica de coches y mi oficio es el de escuchador. 


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