Recuerdo, y todavía frecuento, a las vendedoras de pescado del mercado de la Plaza de Lugo, en La Coruña. Las pescateras de ese mercado son auténticas maestras en el oficio de la seducción comercial y lo ejercen con una mezcla de piropo y galanteo, elogio de sus productos frente a la competencia –aun a sabiendas de que los que están al lado son prácticamente iguales a los suyos– avisos perentorios de que “son las últimas cigalas del día” o el consabido “me las acaban de traer, todavía están vivas” y es cierto. Y me refiero a las cigalas, pero podría escribir lo mismo sobre besugos, camarones, rapes, merluzas o percebes. Es un arte difícil porque, salvo incautos, ellas saben que los potenciales compradores son avezados observadores del género y de sus precios, y la elección final de compra se basará en esos criterios, pero también en un guiño bien colocado o en un comentario subjetivo sobre el feo pero exquisito rape. Y también saben que en el acierto está en juego la repetición, que vuelvas a comprar en ese puesto la próxima vez. Todo muy complejo. En ese mercado coruñés y en otros de toda España se produce cada mañana un gran ejercicio de escenificación mercadotécnica que no se aprende ni enseña en ninguna escuela de negocios. Por eso, que un intelectual mentecato considere que la alcaldesa de Barcelona pueda ejercer de pescatera es un elogio. Aunque hay hombres pescateros, seguro que a él no le admitirían nunca por incapaz.
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