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El crupier

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Juan Luis siempre fue un pobre diablo desnortado, pero estaba como un tren, eso sí. Además tenía debilidad por las mujeres bellas, lo que le llevaba a cometer locuras de las que nos aprovechábamos los demás. Si se empeñaba en una tía, terminaba haciendo lo mismo con su tarjeta. Todo daba igual con tal de estar cerca de él. Nadie sospechaba que ese compañerismo ocultaba unas ganas locas de follármelo, un deseo de hundirme en su culo de cabeza que me hacía pajearme cada noche. Yo era ese amigo simpático que le bailaba el agua mientras le tomaba por los hombros cortándome las manos para no bajárselas por el pecho camino de sus pezones. Cuántas tetas me tocó comerme imaginándome que era su glande. Por suerte un feliz día me deslicé entre las sábanas de la cama que compartíamos y mientras dormía le tomé el cacahuete arrugado que se volvió una piedra y no lo solté hasta que eyaculó en mi garganta. Ni esa madrugada ni a la mañana siguiente habló de ello. Solo me puso la taza de café y me preguntó: “¿Hoy también sin azúcar?”.   

Antes tuvo que llegar aquel viaje a Santander y su deseo de follarse a Laura, la chica más revolucionaria de la universidad, quien se propuso dar un mitin en su Casino. “Les van a saltar las costuras de los esmóquines cuando me encarame a la ruleta. ¡Arriba la CNT!”, gritaba dentro del Gordini en el cual viajamos como sardinas en lata, él acariciando el muslo a Laura y yo apretándome al suyo. “Primero me la tiro, luego entras tú y de postre nos hacemos un ‘ménage’”. El pobre Juan Luis sabía mucho de teorías pero poco de prácticas. ¿Qué habrá sido de Laura? Tenía las tetas pequeñas, como dos peras de rabillos disparados y una base carnosa y sonrosada. El pelo largo dorado –al estilo de la chica del anuncio de Camomila Intea– y las axilas y el pubis sin rasurar, lo que a Juan Luis le excitaba y a mí me daba un asco del carajo. El culo eran unas nalgas superlativas que sobábamos los dos a un tiempo. Ella se dejaba y a nosotros nos la ponía dura. Es de las pocas veces que me ha encendido una mujer, pero fue porque mis dedos y los de Juan Luis coincidían hurgando en su raja sobre las braguitas de algodón. 

Llegamos a Santander una madrugada de final de julio sin cama donde dormir y terminamos derrengados sobre las hamaca de la playa. “Ni se te ocurra follártela aquí. Espera a la pensión”, le ordené. Esa noche sus bocas parecían ventosas hasta que se durmieron con las lenguas intercambiadas. La mano de ella se había quedado sobre su polla, así que la cambié por la mía mientras me pajeaba. Pasamos un par de días rebozados en arena y agua hasta que tocó estrenarnos en el Casino. Lo habíamos preparado a conciencia: nos disfrazamos con ropa de nuestros padres para mimetizarnos en aquella paz burguesa y una vez dentro reventarla, pero no contábamos con aquel crupier de la ruleta francesa igualito a Alain Delon. Juan Luis tardó en darse cuenta que Laura se humedecía cada vez que él soltaba lo de “no va más”; yo lo pillé a la primera, por tanto me convertí en su conciencia: “La que puede ir a más eres tú a poco que lo intentes”. Vaya si lo intentó: se desabrochó la fila de corchetes del vestido rojo hasta dejar que embistieran los pezones al crupier cada vez que ella se agachaba sin ton ni son y abría la boca queriendo beberse lo que él le echara dentro. En lugar de subirse a la mesa se bajó al suelo y dejó en un papel la dirección de la pensión. Esa madrugada el crupier folló a Laura en la cama de al lado a la nuestra creyéndose afortunado con el pleno al rojo, mientras Juan Luis dormía la borrachera por su decepción sentimental. De ahí que le regalara la primera felación de mi vida; digo la primera porque después llegaron otras. Cientos. 

De hecho aquí anda, leyendo lo que escribo, y asegurándome que con recordarlo ya se le está poniendo dura. 

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