
L ´IMPORTANT, C´EST la rose l’important, cantaba hace muchos años Gilbert Bécaud (si no recuerdo mal). Pero la rosa ha perdido su importancia en los tiempos que corren: ahora, lo importante es la cobra. No el animal, sino ese término que define el feo que le haces a alguien cuando intenta besarte y tú te apartas como si tuviese la lepra. Y tampoco cualquier cobra, sino la que le dedicó David Bisbal a su exnovia Chenoa en un programa de televisión conmemorativo de los demasiados años de Operación Triunfo y que se convirtió en una de esas polémicas nacionales, cochambrosas a más no poder, que tanto nos gustan a los españoles. Faltaban pocos días para las elecciones norteamericanas (¿a quién prefieres, a la corrupta o al gañán?), el ínclito Mariano se disponía a jorobarnos la existencia cuatro años más y el mundo producía su habitual cantidad de desgracias, pero aquí, todos con la cobra. Que si se la ha hecho, que si no se la ha hecho, confirmaciones, desmentidos… ¿Estamos tontos o qué? Desde la teta de Janet Jackson en la Superbowl yo no había asistido a una polémica más idiota. Sobre todo, por la escasa enjundia de su protagonista, un cantante de karaoke que lo único que ha hecho es echar una manita en la destrucción de la música pop tal como la conocíamos hasta ahora.
HACE UNOS DÍAS, fui a visitar al hospital donde estaba ingresada a mi amiga C. La encontré de no muy buen humor porque le tenían prohibido el café, pero la entendí perfectamente cuando me explicó el ataque de ira sufrido la víspera al escuchar cómo dos enfermeras muy jóvenes comentaban el espinoso asunto de la cobra de Bisbal a Chenoa. Irritada por la falta de cafeína, mi amiga escuchó de repente a una loca colérica que les gritaba a las enfermeras que dejaran de hablar de ese tío de los berridos románticos que tanto había contribuido al fallecimiento de ese género musical antaño noble que es el pop. Cuando se dio cuenta de que la loca que gritaba era ella, enmudeció avergonzada, pero convencida de tener más razón que un santo.
YO TAMBIÉN creo que la tenía. El triunfo de un personaje como Bisbal dice mucho sobre la época que nos ha tocado vivir, aunque nada bueno (dejemos en paz a Chenoa, que es muy mona y canta unas canciones que no molestan ni ofenden a nadie). Comparados con él, los artistas de los que uno se reía en su adolescencia, gente como Raphael o Camilo Sesto, alcanzan ahora alturas gigantescas: el uno era un histrión, de acuerdo, pero había cierto método en su locura y una indudable grandeza en sus aspavientos; el otro cantaba de maravilla, componía sus propias canciones y era capaz de llenar un hueco en una letra con una palabra, melancolía, que no venía a cuento, pero resultaba fundamental (por no hablar de aquellos cuadros de búhos que hacía con chinchetas y que quitaban el sentido, como las acuarelas de Franco o los lienzos de John Wayne Gacy, el Payaso Asesino). Gracias a Bisbal, los atorrantes de ayer son los clásicos de hoy. Y se supone que es lo mejorcito –junto a Rosa de España, que les aseguro que no es de la familia– de esa fábrica de horrores que es Operación Triunfo, apoteosis audiovisual, junto a Gran Hermano, de lo rancio y lo cuñao.
RECUERDO LA PRIMERA edición de Operación Triunfo porque me tocó cubrirla para el diario El País, donde hacía crítica de televisión, entre otras cosas. Recuerdo haberla vivido como una ofensa personal. Todo me parecía absurdo, ridículo y malintencionado: una especie de conjura de las fuerzas del mal para enterrar la música pop y sustituirla por un mejunje indigesto y nocivo. Cuando has crecido con los Beatles y los Stones, aquel engendro era de lo más dañino. Pero incluso aquellos que hubiesen disfrutado de Sinatra y Tony Bennett (y hasta de Julio Iglesias, que ya es decir) también tenían motivos para la indignación. Hasta los fans de Raphael y Camilo podían mirar con desprecio a sus hijas por prestar atención a Bisbal, Bustamante y Manu Tenorio.
COMO VI que enseguida destacaba, me fijé en él para ver si podía encontrarle alguna gracia. No lo logré, aunque era indudable que se tomaba la cosa muy en serio y que se esmeraba en brillar con luz propia; pero lo mismo puede decirse de esos que compiten para ver quién es el mejor construyendo una réplica de la torre Eiffel a base de mondadientes y nadie les dedica un programa en la televisión. No negaré que el tal Bisbal logró llamar mi atención, pero no por los motivos adecuados: recuerdo que tenía el pelo escarolado, que pegaba unos saltos del copón y que hacía unos aspavientos espectaculares –claramente emparentables con el famoso salto de la rana de Manuel Benítez, el Cordobés– de lo más exagerados. Cantaba memeces como puños, pero con una vehemencia y una entrega tales que a menudo tenía uno la sensación de hallarse ante un orate escapado del sanatorio. Tras pasar por el programa de marras, devino artista oficial y se puso a grabar discos de los que salieron hits como Ave María o Bulería, bulería, que te atacaban por la radio cuando menos lo esperabas. Sorprendentemente –al menos, para mí–, todo el mundo se lo tomaba en serio, igual que a Rosa o Manu. Y uno no podía dejar de pensar en todos esos pobres infelices, perdidos por los rincones más ocultos de España, componiendo sus canciones y esperando una oportunidad que nunca llegará porque aquí lo que nos gusta son los vocalistas campanudos que hacen muchos gorgoritos y se comen el escenario a bocados.
DAVID BISBAL, créanme, forma parte de una conspiración muy amplia y que está en marcha desde hace años. El objetivo de dicha conspiración es acabar con todo lo bueno que la música popular ha aportado a esta sociedad. Cada segmento de esa música popular cuenta con su particular enterrador: el meapilas de Bono acabó con el rock and roll; Sabina asesinó el folk poético; Michael Bublé y Diana Krall mataron a palos a los crooners; Lady Gaga fusiló a Janis Joplin; Bisbal y Rosa exterminaron, respectivamente, a Nino Bravo y Karina. La conspiración continúa, se amplía y no se detendrá hasta que el gusto de la sociedad esté totalmente estragado y la grabación de un disco decente sea una misión imposible.
AJENOS a la tragedia, los españoles hablan de la cobra.