
Deberían establecerse unos mínimos para aspirar a una plaza de ciudadano progresista. No habría de bastar con que el interesado se identificara como tal, ya que así se incorporan al colectivo personas que nadie en su sano juicio quisiera considerar colaboradores necesarios para la creación de un mundo mejor, sino todo lo contrario. Pienso en Lagarder Danciu, activista rumano que, tras unos años tratando de mejorar España a su manera, ha sido deportado a su país natal, donde creo que no le faltará trabajo. O en Pablo Hasél, rapero de Lérida al que no se puede deportar porque es de aquí, pero con el que algo habría que hacer para que dejara de dar la brasa seudo progresista: lo primero sería requisarle el móvil para que deje de tuitear memeces malintencionadas –la última, lo de tildar a Ortega Lara de carcelero torturador, cuando, si no recuerdo mal, fue él quien sufrió tortura física y psicológica a manos de ETA durante meses– y después, aprovechando que ya acumula antecedentes por burradas de todo tipo –dar vivas a bandas terroristas, alegrarse por la muerte de toreros en el cumplimiento del deber, insultos varios y amenazas no muy veladas– financiarle unos meses de estancia en alguna institución penal para que compruebe que la mala baba a veces se paga.
Durante su vida entre rejas, algún psiquiatra debería asomarse a su cerebro y tratar de explicarse –y explicarnos a los demás– qué le ha pasado a Pablo Rivadulla Duró (Lérida, 1988) para convertirse en el rapero seudo comunista Pablo Hasél. Aunque igual no hay nada que explicar y Pablito ha salido así porque sí. Igual tuvo una infancia estupenda y unos padres afectuosos, pero no le sirvió de nada porque enseguida decidió que el mundo era un lugar horrible –ahí no le faltaba razón– y que España en concreto era la delegación del Infierno en la Tierra. Nacido en democracia, Pablo sigue viviendo mentalmente en un franquismo disfrazado de parlamentarismo chungo al que debe oponerse con sus rimas de chichinabo, pues ha encontrado en el rap –como tantos otros vagos, inútiles y negados para la música y la poesía– el refugio ideal para dotarse de una coartada artística, cuando lo único que le mueve es el odio y el resentimiento hacia una sociedad que, de acuerdo, Pablito, da cierto asco, pero si algo no necesita es energúmenos que se creen cargados de razones, cuando solo son unos tontainas malcriados que siempre se agarran a una libertad de expresión que chulean a su conveniencia para proferir insultos y amenazas.
Además de lo expresado hasta ahora, yo diría que lo más grave de este individuo es que se acoja a una expresión (más o menos) musical para vomitar sus perogrulladas, pues eso equivale a ciscarse en una larga tradición social que va de Woody Guthrie a los Clash, pasando por Bob Dylan o Billy Bragg; es decir, la canción popular al servicio de una causa progresista. Por una serie de desafortunadas circunstancias, los últimos tiempos han ido derivando hacia una situación en la que el pop es cada vez más frívolo y tonto y la protesta –o el enfado, o el simple regüeldo, o la tontería seudo progre– está confinada en el rap, donde no hay que tomarse la molestia ni de componer una melodía, ya que con cuatro ripios que avergonzarían hasta a Joaquín Sabina, vas que chutas para difundir tu mensaje, que es siempre de una obviedad ofensiva para la inteligencia. En ese sentido, no hay un rapero español que se salve; y los que mezclan la cosa afroamericana con el flamenquito –igual le llaman fusión, pues la ignorancia es atrevidísima– resultan especialmente irritantes, pues suelen demostrar que no han aprendido nada ni de Eminem ni de Camarón.
El rap es al simplón con pretensiones lo que una pistola para un perturbado mental. Y el simplón con pretensiones, si las cosas no le van mal, puede llegar a convertirse en un pequeño líder de opinión: el señor Hasél tiene más de 50.000 seguidores en Twitter. Porque esa es otra: si el rapero, además de colgar sus birrias en Youtube, larga sus burradas en Twitter, su popularidad puede crecer de manera exponencial. Hoy día, las armas sociales a disposición del merluzo medio son muchas más que años atrás, cuando la gente que quería dar a conocer los frutos más jugosos de su prodigioso cacumen se veía obligada a escribir cartas al director –para lo cual había que saber algo de gramática y ortografía, ¡y ni así se te aseguraba la publicación en el diario de turno!– o, si carecían de prejuicios o se les había ido la olla, podían recurrir a subirse a un cajón de naranjas en mitad de la calle y ponerse a largar a gritos, como aquellos orates que pregonaban las virtudes del ajo o avisaban sobre la inminencia de la tercera y definitiva guerra mundial.
No creo exagerar si afirmo que vivimos una edad de oro para los tontos con pretensiones. Las redes sociales bullen de tipos que han descubierto la pólvora y se ven obligados a compartir sus epifanías con el respetable. Los más apacibles suelen refugiarse en Facebook, donde todavía rigen ciertas normas de conducta que permiten librarse de los energúmenos. Pero los radicales –de la política, de la discusión, de la imbecilidad– prefieren Twitter, porque ahí se va uno como el que se va a la guerra. Ahí es donde sujetos desequilibrados como Willy Toledo o el señor Hasél dan lo mejor de sí mismos. En 140 caracteres. ¿Para qué quieren más, si de lo que se trata es de ciscarse en alguien, de ofender, de señalar con el dedo, de calumniar?
Twitter podría haber alumbrado una edad de oro del aforismo, en la que los alumnos más aventajados de Schnitzler o Lichtenberg nos habrían fascinado con su ingenio y la calidad de sus reflexiones. Pero en vez de eso, se ha convertido en el hogar del energúmeno, como demuestran esos mensajes cotidianos que Donald Trump redacta (yo diría que) desde el retrete, durante su toilette matinal: esperemos que algún día se quede sin papel higiénico y se tenga que limpiar el trasero con el móvil. Y es que Donald Trump, en el fondo, se parece mucho a Willy Toledo y Pablo Hasél. También es un tonto con pretensiones, aunque más peligroso que nuestros dos queridos compatriotas. También es un signo de los tiempos: vuelven los fascistas de derechas y de izquierdas para hacer del mundo un lugar más desagradable de lo que ya es.
Con Donald Trump solo podemos esperar a que le llegue el impeachment, y si antes le ha dado tiempo a crujir a Kim Jong Un, pues todo eso que nos llevamos. Pero con los tontos con pretensiones locales, tal vez podríamos hacer algo más que registrar convenientemente sus muestras de demencia. De momento, para no excedernos, creo que bastaría con dejar a Hasél sin móvil un mes. Un castigo de niño, sí. En concreto, de niño tonto. | Sigue leyendo.