
El adosado tiene un jardín delantero que muere en la arena y dos palmeras junto a la fachada con las que logra ese aire de mansión de medio pelo que a mí me revienta y a ella le fascina. En su elección no nos pusimos de acuerdo pero terminé cediendo por los niños. Una cosa es que no nos aguantemos y otra que ellos se den cuenta.
–¿Vienes a bañarte? –pregunta mi mujer, quien estrena bañador y se pasea luciéndolo como la modelo de las rebajas.
–El agua está fría.
–¿Cómo puedes asegurar eso si no has metido un pie?
–Porque a estas horas lo está.
–Lo del calentamiento global no va contigo, ¿verdad?
La observo ondular sus caderas mientras se embute un short dos tallas más pequeño y admito que anda en lo cierto, que el calentamiento del globo no me afecta porque mi entrepierna está más fría que el casquete polar. No se despereza ni atendiendo a un escuadrón de traseros como el suyo.
–El año que viene elegimos las vacaciones en agosto– suelta al levantar la cancela de la valla y encaminarse hacia la orilla refunfuñando.
¿El año que viene? Dios sabe dónde andaremos por entonces. Espero que lejos el uno del otro; de hecho, por un momento, mi cabeza salta de esta casa alquilada a otra, del erial de su cama al edén que representan otras sábanas revueltas, y termino salivando como lo haría ante media docena de bogavantes. Aquí descubro las miradas de mis hijos horadando mi coronilla porque su decepción comienza a palparse más que el aroma pastoso de los jazmines.
– ¿Qué coño os pasa?
– Que nos aburrimos.
– Os aburrís –repito con sorna–. ¿Estáis en la playa y os aburrís? Yo a vuestra edad no encontraba el modo de aquietarme.
– Mamá nos ha escondido la tablet. ¿Nos dejas tu móvil para jugar al Trump on Top?– pregunta el mayor.
Mi hijo esboza una mirada de compasión y yo me derrito. Es la misma sensación que me desata la campanilla de mensaje entrante, y me lanzo sobre el teléfono para descubrir alguna de esas fotos de ropa ligera e intención intensa que ella me envía a deshora. Algunas mujeres son capaces de emocionarte como a los niños y excitarte más que a las bestias. Mi mayor “secreto” es una de ellas.
– Os lo dejo porque queréis cargaros a Trump… pero debéis hacerlo donde os vea– preciso, debatiéndome entre mi deber de padre y el de amante.
El pequeño aplaude y el mayor me observa inquisitivo sin preguntar, lo que me evita mentirle. Durante la hora siguiente los niños travesean y yo finjo que leo cuando en realidad me afano en escuchar los sonidos que emite el móvil para que no se me escape ningún mensaje.
– Está buenísima – apunta por sorpresa mi mujer desde el otro lado de la valla–. Ven a bañarte conmigo, anda.
– No me apetece.
– Pues dame un beso, desaborido.
A regañadientes me levanto y la beso según acaricio por inercia su trasero.
– Parecemos Romeo y Julieta a ambos lados de la verja. ¿De verdad no quieres venir? –insiste. Entonces observa por encima de mi hombro a los niños y pega un grito–. Pero… ¿qué hace…? ¡Quítale el móvil al niño! Se ha metido en internet y ha encontrado a una tía en pelotas.
Me giro y descubro al crío blandiendo el teléfono. Sé que debería estar aterrado, pero al verla solo puedo extrañarla. | Sigue leyendo.